lunes, 28 de diciembre de 2009

Lobo extraño


Isabel Aire Aire

Un extraño olor salía por la boca, por la nariz, por los ojos, por todos los poros de la piel de aquel hombre. Un extraño olor que se había extendido con la suave brisa de la noche y había llegado lejos, hasta la nariz de un lobo al que el hambre no dejaba dormir.
El lobo siguió el olor amargo hasta encontrar al hombre abandonado, desfallecido, muerto al pie de la enorme encina. Los botones de su camisa habían estallado dejando al aire su abultado y apetitoso vientre.
De un certero bocado le arrancó los intestinos y huyó con ellos en la boca para devorarlos tranquilamente junto a una mata de espliego.
El hambre iba desapareciendo, iba desapareciendo el suelo, la mata de espliego, la luna, el aire, la vida.
Las lombrices, los gusanos, las orugas, las larvas, las hormigas, todos los insectos que se comieron el cuerpo del lobo fueron dejando a su alrededor sus cuerpos muertos.
Los pájaros que comieron los insectos muertos, cayeron desde lo alto regando el bosque con sus cuerpos.
Y el bosque secó.

martes, 22 de diciembre de 2009

Efecto ternura


Rosa
El crepitar de celofán frotándose me hizo volver la cabeza. Era el sonido inconfundible de cumpleaños en la escuela, y que chirrió en la casi vacía sala de espera de hospital que acababa de atravesar golpeando el suelo con las muletas y pensando únicamente en el dolor del talón de mi pie derecho. Las luces de los viejos fluorescentes ya estaban apagadas, y ellos se hablaban en un susurro; tal vez ni se hablaban.
Las dos manos de él en forma de cuenco la ofrecían caramelos. Inclinado, parecía que su rodilla se hincaría de un momento a otro en el gastado suelo de la sala, rindiendo pleitesía a su dama sentada en un trono de ruedas. Ella, pequeña, frágil y testaruda, extendió la mano y cogió uno. El ruido infantil de los envoltorios de colores fueron trompetas que anunciaron al caballero y la mirada de ella la única espada a la que él aspiraba para que le tocase los hombros y le permitiese estar al servicio de su reina a la que un encantamiento había paralizado las piernas.
Durante unos breves segundos la sala se inundó de una luz especial, de tenue verde y violeta. La luz envolvió sus gastados cuerpos dentro de una burbuja que podía adoptar infinitas formas; la membrana de la burbuja parecía muy frágil pero contenía un líquido amniótico, resistente, limpio y enriquecido por el tiempo y los cuidados.
La puerta del ascensor se abrió y tratando de no hacer ruido al apoyar las muletas entré en él y me volví a mirarlos por última vez, con los ojos empañados y una sonrisa.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Nuevos comienzos


Eva
Melba se puso el raído abrigo de su padre, y con una mueca entre satisfacción y tristeza en el rostro, se sentó frente al escritorio en el que permanecía la escritura de su nueva casa y la foto en la que se ve abandonando el edificio en ruinas, que fue su techo durante un mes después del terremoto, portando lo poco que pudo salvar, unas alfombras y el retrato de su padre. Distraída, recogió las cuartillas y salió a la calle. Se abrochó el abrigo cuando el frío de la tarde le azotó el rostro. Pero ni el frío hizo que saliera de sus pensamientos. Con andar pausado pero firme, recorrió la calle principal y pasó por la alameda. Siguió por la calle de la catedral hasta llegar a una plaza con una fuente en la que siempre se sentaba a escuchar el sonido del agua al salpicar en la piedra, pero hoy no lo hizo. Cruzó la plaza de lado a lado, se acercó a un portal en el que un gran rótulo anunciaba rebajas de ropa de bebé en la primera planta, suspiró y pensó…, algún día lo seré. Empujó la puerta y esta cedió. No cogió el ascensor, se dirigió a la tercera planta. Sin darse cuenta había subido las escaleras deprisa, y al llegar al rellano se sintió abatida, debido al esfuerzo y la tensión que le suponía estar allí. Con la mano temblorosa pulsó el timbre y esperó unos segundos hasta que una señora regordeta le franqueó la entrada. Ésta le dijo, el señor Damián le espera señorita, sin contestar la siguió por el pasillo hasta el despacho, depositó los folios sobre el escritorio barnizado del notario, él, la fue señalando con el dedo donde debía firmar. Lo hizo, mientras pensaba que por fin lo que fue su refugio la pertenecía. Se levantó de la silla en silencio y se despidió con un simple adiós, a continuación salió a la calle. Esta vez el frio, sí la ayudó a aclarar sus ideas. Se dio cuenta de que la imagen del edificio en ruinas no la abandonaría jamás.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Soledad


Por Isabel Ordoñez

Soledad salió del portal y el viento la despeinó. El corazón le latía con fuerza; habían dado las seis en el reloj de la plaza, y llevaba todo el día esperando ese momento. Dejó la maleta en la acera, se arregló el peinado como pudo, y llamó al primer taxi que pasó.
En menos de cinco minutos llegaba al lugar de la cita, una cafetería de carretera a las afueras de la ciudad. Se dirigió a la barra, desierta a esa hora de la tarde, y se sentó en el taburete más alejado de la puerta.
A Soledad no le gustaba mirar a su alrededor. Afortunadamente, tenía el televisor encendido frente a ella.
El camarero se acercó y le preguntó que deseaba.
- ¿ Podría ser un gin-tónic, por favor? , pidió Soledad.
- No faltaba más, se lo traigo ahora mismo. Pero Soledad creyó ver un gesto de reprobación en su cara. - Corto de ginebra, a ser posible - , intentó disculparse. El hombre ni siquiera se volvió.
Al fondo, desde una nube de humo, se escuchaba el griterío de los niños correteando entre las mesas, y el murmullo de sus padres apurando los platos combinados. Sobre la puerta del restaurante, el reloj marcaba las seis y cuarto. Desde luego, no podía decirse que Arturo fuera precisamente puntual.
Llegó el camarero con el gin-tónic y un plato de patatas fritas. Después de beber un par de tragos, se sintió mucho mejor. Una gota de gin-tónic mojó inoportunamente su chaqueta. Qué fatalidad, pensó, buscando con la vista una servilleta. Se secó la mancha con cuidado y se colocó esmeradamente el collar sobre la blusa. Alcanzó un par de patatas del plato que tenía frente a ella, pero se arrepintió al instante. La primera imagen es definitiva, se dijo, irguiendo el cuerpo sobre el asiento y colocando las manos cruzadas sobre la falda.
Volvió a mirar hacia el reloj. Las seis y media de la tarde. Quizás Arturo se hubiera arrepentido en el último momento. Si es que en realidad se llamaba Arturo, lo que parecía poco probable. Como improbable era que fuese alto, de complexión delgada, de facciones agradables y clásico en el vestir. Ella tampoco había sido demasiado sincera respecto a su edad, a decir verdad nunca lo era, y se había definido como esbelta y rubia. Cosa no del todo incierta, reflexionó Soledad; unos buenos tacones y una sesión de peluquería pueden hacer milagros. Pero en un hombre es distinto, concluyó, descartando de nuevo dar cuenta definitiva de las patatas abandonadas sobre la barra.
Miró otra vez el reloj; eran ya las siete menos cuarto. Decididamente, Arturo no era una persona formal. No se merecía a alguien como ella. A Soledad le decía su madre que donde mejor duerme uno es en su cama; le hizo bien recordarlo. Todavía era buena hora para regresar a casa y cenar tranquilamente. Y al día siguiente no tendría que madrugar.
Poco a poco, el corazón dejó de latirle con fuerza. Dejó de avergonzarle mirar directamente hacia la puerta. Empezaban a entrar algunos hombres, la mayoría acompañados, muy pocos altos y delgados, ninguno con una maleta en la mano.
Arturo ya no vendría. Tendría que olvidar a Arturo. Todavía pensó que algo pudiera haberle ocurrido; y consideró, quizás, darle una última oportunidad. Necesitaba urgentemente otro gin-tónic, pero recordó la expresión de censura en los ojos del camarero.
- Póngame un café con leche, haga el favor - El camarero se acercó - Y me trae la cuenta de paso.
Esta vez la miró solícito. Incluso se ofreció, gentil, a ayudarla: ¿Quiere que le vaya llamando al taxi?
- Se lo agradecería en el alma, contestó Soledad, preparando cabizbaja el dinero de la cuenta.
A eso de las ocho, Soledad entraba en su casa. Guardó la ropa, el cepillo de dientes y el neceser, subió la maleta al altillo y se puso el pijama y la bata. Después, se preparó un bocadillo y un gin-tónic largo de ginebra, y se sentó frente al televisor con las piernas en alto.

Título Soledad.
Corresponde al supuesto Soledad-maleta.
Isabel Ordóñez

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Aquel día a finales de Junio


Juanma Ruiz Briceño

Estaba cambiando de emisora, parado en el semáforo y lo vi. Había cambiado mucho, tanto como todo el tiempo que había pasado, tal vez más de treinta años. Un concierto de bocinazos me devolvió al presente. Aparqué en el primer lugar que pude. Busqué un lugar tranquilo para celebrar con una Guinnes el recuerdo de D. Senén.
Después de la segunda Guinnes ya era capaz de ver los maizales altos, la sensación del cuerpo sudoroso, como ahora, en aquel día a finales de Junio. Aquel nuevo maestro nos sacó al prado de al lado de la escuela. Con D. Abdón, que estaba enfermo, nunca había ocurrido, ni eso ni nada agradable para mí. Sólo nos pidió que dibujásemos lo que quisiéramos. Recuerdo que no me lo tomé en serio hasta que vi a todos mis compañeros con la cabeza sobre el cuaderno. Era lo que hacía en casi todas las clases y siempre me castigaban por ello. Yo terminé pronto en dibujar a María, que era lo que más ensayado tenía.
Don Senén revisó uno por uno los dibujos, casi siempre con el ceño fruncido y pasándose los dedos por su bigote. Cuando sacó el mío, al tiempo que se levantaba y nos miraba, yo sentí la punzada de siempre en la tripa, ahora ya es un recuerdo. Lo siguiente que recuerdo son sus zapatos delante de mí. Y las risas y burlas de mis compañeros… ¡cabrones!, ¡pueblo de mierda!
- ¡A callar!, bramó D. Senén… ¡come terrones ignorantes!, menos mal que me fui pronto.
- ¿Es tuyo?, me preguntó en un tono amable.
- Sí, si señor, le respondí apenas, rojo como un tomate y temiéndome lo peor.
- ¿Cómo te llamas chaval?
- Oscar Sanz, señor…he hecho lo que usted mandó, acerté a decir.
- ¡Eres todo un artista, Oscar!; tómatelo en serio, eres muy bueno.
Nadie se rió, y por primera vez les miré de frente sintiendo la mano de D. Senén sobre mi hombro.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Dos ejercicios para una foto


Mamen Guerrero

“La tesis y el perro”
Cuentan que un hombre quiso hacer un estudio referido al comportamiento humano. Y así, se le ocurrió indagar sobre su reacción al encontrarse con un igual acostado en medio de la calle -en el asfalto, a pleno día y vestido de forma elegante: abrigo negro y sombrero- con el fin de calibrar hasta que punto respeta un hombre a otro el derecho a la extravagancia. Decidió que él sería ese hombre. Observó que el primer día la mayoría le esquivaba, daban un rodeo para evitarle sin mostrar algún tipo de interés. Sólo los menos alargaban el cuello, como queriendo vislumbrar un signo de vida. Al cabo de unos días, los que repetían itinerario, acortaban la distancia al pasar por donde él estaba, pero al notar que su pecho se estremecía nadie se paró ni le preguntó nada. Al cabo de una semana y decepcionado por los resultados, probó dejar de respirar en un intento de variar la situación. Esa mañana hubo quien se detuvo, e incluso, pudo sentir que se aproximaban mucho más; los menos respetuosos llegaron casi a tocarle, pero aún guardaba algo de calor y mantenía la piel rosada y, finalmente, decidían dejarle tranquilo. Al siguiente día de tomar esa decisión, los que pasaban por su lado empezaban de nuevo a distanciarse... el olor les repelía. Entonces, un perro se dirigió a él y no paró de darle lametazos hasta que su dueño, para separarle de aquel hombre, hizo llegar a la policía. La conclusión de su tesis nunca la llegó a conocer porque ese hombre le perdió el respeto a la extravagancia misma. En cuanto al perro, cuentan que abandonó a su amo.



“La crisis”

La bolsa cayó, y con ella mi futuro. A partir de ahí cuando entraba en casa me encontraba con dos pares de ojos famélicos que esperaban ser consolados con un poco de presente que no era capaz de llevarles. Al verlos, decidí no volver a casa si no era con un trozo de certeza. Un día más anduve recorriendo la ciudad en busca de trabajo sin conseguirlo. Exhausto y desesperado me tumbé en medio del asfalto de un aparcamiento, pensé que con suerte quizá pudiesen cobrar el seguro de vida.

Mamen.


N. del A.: Eximo a Ramón Qu de toda responsabilidad sobre la calidad del producto.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Pásame la sal, por favor


Marián Carretero

- Perdiste tu oportunidad y, ya ves, ahora de nada te valdrá invitarme a comer – algo en la voz aguda de la mujer me obligó a mirar a través de la puerta entreabierta, pero sólo pude ver una melena negra inclinada hacia un mantel amarillo – y para colmo, la sopa está medio fría y totalmente sosa.

En la barra del bar del hotel, yo era el único cliente; tampoco el comedor parecía muy animado… De hecho, era la primera vez en los tres días en el “congreso de psiquiatría experimental” que algo llamaba mi atención.

- Pásame la sal, por favor ¿tanto te cuesta?. Claro, nunca se te ha ocurrido alargar la mano, demasiado esfuerza ¿no? – la última palabra se perdió en un suave gemido– Total, no se de qué me sorprendo, inútil e incapaz del más mínimo detalle…. Pero se acabó, ¿sabes?, es la última vez que acudo a tu llamada.

- Disculpe, señora, ¿podría hablar un poco mas bajo?, los demás clientes se están quejando La voz cohibida del camarero del hotel me sorprendió, pero aún mas la airada respuesta.

- ¿Qué no chille? ¿Eso pretenden uds, que me calle? ¿Ves lo que has conseguido?. Cállate, cállate, y yo sin atreverme a abrir la boca durante años, pero eso se acabó, ya te lo advertí. Deje de mirarme con esa cara de bobo y tráigame el pan. Y procure que el siguiente plato esté mas caliente.

- Pero, pero , señora, yo…. ¿le ocurre algo malo?

-¡A mí que me va a ocurrir!. Este que no me escucha, y usted que no me trae el pan – la voz aguda era ya claramente chillona, y no pude contener mas mi curiosidad. Dejando mi copa en la barra, entré en el comedor.

El camarero huía hacia la cocina y la mujer levantó sus ojos crispados hacia mí. Las sillas que rodeaban su mesa estaban todas vacías. Sin pedirle permiso, me senté en una de ellas.

domingo, 15 de noviembre de 2009

La maleta


Carmen G. Valderas (microrrelato Maleta/perro)

Bajé la maleta del altillo y la miré durante un rato, sin atreverme a abrirla. No quería marcharme de allí. Sabía que tenía¬¬ que hacerlo; pero estaba tan acostumbrada a viajar contigo… A tu compañía…
Finalmente, la abrí sobre la cama. No me sorprendió ver que ya estaba llena con todas mis lágrimas por tu muerte y todos tus recuerdos. Me hice la fuerte y respiré hondo antes de empezar a vaciarla. Fuera los paseos por la playa y la felicidad de tu mirada. Adentro los vestidos y las chaquetas. Fuera tu calor en el sofá. Adentro las blusas. Fuera tus besos húmedos y tu gran sonrisa. Adentro los pantalones y las faldas. Fuera tu amor incondicional. Adentro… el resto del equipaje.
Antes de cerrarla, con la mirada en los recuerdos que flotaban en el aire comprendí que ellos estaban huecos y que tu esencia, Bono, perro querido, no me abandonaría jamás.

Verano


Isabel Ordóñez (Microrrelato Hombre/pesado)

Cuando todo acabó, el hombre se sentó en el suelo del pajar, apoyado en el rincón más oscuro. Se cubrió la cara con las manos extendidas, y esperó pacientemente hasta que fue noche cerrada.
Vio la luna asomando por una esquina del ventanuco. Entonces, sacó la camioneta del garaje y la acercó todo lo que pudo. Fue a buscar un saco vacío al cobertizo, lo extendió nervioso sobre el suelo y comenzó su tarea. Empezó metiendo la cabeza, la parte más estrecha; después consiguió ir deslizando con mucho esfuerzo los bordes del saco por debajo de su cuerpo; primero los hombros y el pecho, luego la delgada cintura, las piernas finas, sus pies diminutos. Por fin, ató el extremo abierto con una soga gruesa, lo arrastró hacia la puerta, lo tomó con las dos manos y con un impulso, logró echárselo a la espalda.
Había dejado los faros encendidos. Atravesó penosamente el corto trecho que lo separaba de la camioneta con aquella carga, la más pesada que había soportado nunca. La depositó con cuidado sobre el asiento de atrás. Cerró la casa y ocupó el suyo sin hacer ruido.
Mientras avanzaba por la carretera polvorienta la fue recordando como había sido, como era todavía, con su vestido de flores y su pelo castaño. Comiendo cerezas y cogiéndole la mano, riendo los dos, camino de la playa.
Las colinas quedaron atrás. Por la ventanilla abierta, olió a salitre y escuchó el romper de las olas. Llegó hasta el borde del acantilado, donde se quisieron tantas noches como aquella. La luz de la luna era suficiente, apagó los faros. Bajó de la camioneta y la cogió en brazos, como si estuviera enferma y necesitara ayuda, cubierta con su saco. Se acercó a la punta de la roca todo lo que pudo. La lanzó muy lejos, intentando que no se golpeara con los salientes al caer.

Los años cristalizados


Juanma Ruiz Briceño (microrrelato piedra/bueno)

Esperanza palpaba sin cesar aquella piedra, de un color pardo, contornos angulos y no mayor que una perla. La miraba sin cesar, toda la tarde buscando una explicación, horas y horas intentando comprender cómo su vesícula había producido aquella fuente de dolores que la atormentaron durante días. Apenas habían pasado dos meses desde que había conseguido separarse de él y hasta que aquel cirujano le dio una explicación y se la extirpó, vivió minuto a minuto la sensación de persecución, de no poder escapar de él. De que su distancia en aquella casa al lado del mar, en aquel pueblo del Sur, no había servido de nada.
El rumor del mar fue inundando en oleadas sucesivas su atormentada cabeza hasta arrastrarla al porche de la casa. Los tonos malvas de aquel atardecer le anunciaron todo lo bueno que puede traer un ocaso. Dejó que su cuerpo desnudo sintiese aquella calida brisa. Sonrió y con un gesto relajado, como en un descuido, dejó caer la piedra. Veintisiete años, ocho meses y once días de sufrimiento se habían cristalizado en aquella piedra que se había perdido para siempre entre la arena.

El veneno de tus ojos


Mamen Guerrero (serpiente-atractivo)

En mi último viaje a la India conocí a un encantador de serpientes. Me embrujó lo atractivo de sus ojos. Comprobé cómo, sin ningún temor, fijaba sus pupilas en las pupilas de las serpientes hasta dominarlas. Mi fascinación por Rasik hizo que reptase de una ciudad a otra; de Jaipur a Calcuta y de allí a Madras, le ayudé recogiendo las monedas que le ofrecían por exhibir su habilidad hipnótica.
Una noche que dormía, me atreví a destapar la cesta donde las guardaba, quise comprobar si podía imitarle. No pude, parecía que solo tuviesen un dueño. Me sentí como ciega:
los ojos sin párpados, las pupilas casi quietas, la visión nublada. Un tremendo sopor me invadió. Me desperté con frío y aprisionada entre serpientes.
Al día siguiente, en la función de tarde, Rasik abrió la cesta; me deslicé al exterior y vi que otra mujer le ayudaba mientras él me sometía con sus ojos atractivos y, sin poder resistirme, hizo que tragase mi veneno. La función acabó, la mujer recogió las monedas y Rasik salió de su mano olvidando cerrar la cesta, de esa forma me devolvió la libertad.
Ha pasado un año de aquello; estoy a punto de mudar la piel, pero aún siento el efecto del veneno en mis ojos.

Sin título (Marián)


Marián Carretero (Microcuento Nubes/frío)

El hombre se agarraba a las rocas jadeando. Las arrugas del rostro enrojecido se contraían y apenas le dejaban ver la cima. Allí arriba, en uno de los huecos, se escondía la alimaña. El había visto, desde el pie de la peña, cómo se escabullía. Cuando la atrapase, la retorcería el pescuezo, para que nunca más volviese a pisotear su huerta. O destrozaría esos ojos saltones en la cabeza puntiaguda contra el granito. Apenas sentía el escozor de sus dedos agrietados. Tampoco percibió las nubes que flotaban sobre su cabeza, ni la suave brisa que se había levantado durante la mañana. Toda esa mañana que llevaba persiguiendo al bichejo que se había atrevido a romper su alambrada, o quizás había conseguido invadirle aplastando su asqueroso cuerpo contra el suelo, donde la puerta de la valla no encaja bien.

Al amanecer el hombre escuchó unos ruidos chirriantes y se levantó dando alaridos, sabía lo que iba a encontrar: las lechugas roídas y esas huellas diminutas cubriendo toda su tierra. Ahora esto iba a acabarse de una vez. En ese hueco oscuro oculto tras la maleza, seguro que si metía el brazo hasta el fondo podría agarrarla. Esto iba a terminar para siempre.

Se tumbó en el suelo ignorando los pinchazos de las zarzas, hizo de su mano un puño para agrandar el agujero y lo introdujo hasta que su hombro golpeó con la piedra. Ahí, al fondo, los dedos encontraron un lodo blando que tanteo frenéticamente. Ahora te pillo, ya vas a ver. La mano se cerró sobre un cuerpo sedoso y frío. Demasiado frío y demasiado liso. Cuando sintió el dolor, no se percató de lo que había pasado. Cuando el brazo emergió pudo ver dos puntos con sangre sobre el codo, pero no imaginó nada. Sólo al intentar levantarse, se dio cuenta de que su cabeza era una losa, pegada a la tierra.

Crisis existencial


Ana (Relato de humor)

-Explique cómo sucedieron los hechos, por favor
-Bueno, todo empezó aquella semana en la que Federico se había marchado de viaje. No sé cual fue la causa pero durante esos días fallecieron el móvil, el video y hasta el coche empezó a toser como si tuviese bronquitis crónica
-¿Fallecieron? Explíquese mejor.
-Perdón, quiero decir que dejaron de funcionar. Pero lo más triste fue lo de Caruso, el pájaro, el pobre me miró con ojos lastimeros, dijo pío y pasó a mejor vida -Qué Dios lo tenga en su Gloria-
Cuando Federico volvió, le empecé a contar con cara de circunstancias, como exigía la ocasión, todos los problemillas ocurridos durante su ausencia.
El me decía “no pasa nada, cariño, eso le puede pasar a cualquiera”, pero yo sé, porque llevamos mucho tiempo juntos, y por esa miradita suya lo que en el fondo estaba pensando.
-¿Qué hicieron después?
- Pues empezamos a realizar una “visita médica” a los distintos aparatos, en la que yo le explicaba los síntomas y el tratamiento aplicado a los mismos antes de morir. -¿Síntomas? ¿Tratamientos? ¿No estamos hablando del móvil y del video, señora?
- Sí señor. Discúlpeme una vez más, es que el pobre Federico decía eso cada vez que algo se estropeaba.
- Continúe por favor.
- Comenzamos con el móvil. Yo le empecé a explicar lo ocurrido: Le puse a cargar y después, él solo se apagó, no volvió a respirar, ni a parpadear, ni dio ninguna prueba de vida. Yo le hice de todo, menos el boca a boca, y el teléfono no mejoró.
Entonces Fede cogió al enfermo, perdón al móvil, le puso a cargar enchufando el cable y…… ¡MILAGRO! ¡SE HIZO LA LUZ! El teléfono encendió su pantallita y se recuperó. Naturalmente se puede imaginar mi de cara de perplejidad y ante tan escabrosa situación sólo se me ocurrió empezar a gritar:
“¡MILAGRO, MILAGRO; TUS MANOS SON MAGICAS! Por favor toca mi cabeza con ellas y libérame de la terrible jaqueca que me aqueja”
-¿Cómo reaccionó su marido?
-Pues como siempre, con tranquilidad, aunque clavándome esa miradita suya.
-Continúe con la narración de los hechos, por favor.
- Lo que más pareció preocupar a mi marido fue su coche. Lo noté en su ceño fruncido, en que apretaba muchos los dientes y nuevamente en esa miradita.
Yo, con la voz temblorosa, le empecé a explicar:
“El coche empezó como a “toser” como si tuviese una bronquitis crónica, después todas las luces del panel se empezaron a encender y a apagar como si aquello fuese un árbol de Navidad y por fin, el coche se paró”.
Fede, sudando por todos los poros de su cuerpo, y yo también, aunque obviamente por razones distintas, empezó a mascullar:
“El cigüeñal, la junta de la culata, la correa de la distribución… y otras palabras malsonantes que por mi educación prefiero no repetir.
Entonces, levantó su mirada del motor, clavó sus ojos en mí, y en un tono claramente fingido me dijo:
“Gertru, cariño, ¿has echado gasolina al coche como te dije?”
De mi boca sólo salió un “no, se me olvidó” al tiempo que esperaba, suplicaba que el suelo se abriese a mis pies mientras nuevamente esa miradita suya se clavaba en mí.
¡Ay, pobre Fede! ¡Qué mal lo debió de pasar pensando que a su flamante automóvil le hubiese ocurrido algo irreparable!
A partir de aquellos acontecimientos mi vida ha entrado en una profunda crisis existencial, tengo la autoestima por los suelos, y lo peor son los remordimientos que no me dejan dormir pensando en el pobre Caruso. ¿Y si no estaba muerto, si no sólo en estado catatónico?
- Dice que siente remordimientos por el pájaro …. ¿Solamente por la muerte del pájaro o por algo más?
- No sé que quiere decir, yo sentí muchísimo la muerte de mi pobre Caruso.
Desde entonces, las cosas siguieron en la misma línea, cada día dejaba de funcionar algún aparato doméstico y las miradas de pitorreo y los comentarios cargados de ironía me tenían un poco harta.
-Ahora céntrese, por favor, en el día de autos:
-¡No sé si seré capaz! ¡Pobre Fede! Bueno lo intentaré. Aquel día, tras la avería correspondiente, llamé al técnico y me explicó no se qué de la toma de tierra y que ya volvería mañana. La verdad es que no le entendí muy bien, pero no le di mayor importancia.
Por la tarde, mientras mi Fede se estaba duchando, de repente se apagó luz, saltaron chispas, empezó a salir humo del baño, a oler a carne quemada y escuché el grito agónico del pobre Federico… ¡Pobre Fede! ¡Ay, mi Fede, tan churruscadito que se me quedó!
-Muy bien ¿Tiene algo más que declarar?
-No Señor Juez. Le juro que todo ocurrió así y le ruego que se apiade del dolor que aflige a esta pobre viuda, porque mi pobre Fede, al que Dios acoja en su seno, y a pesar de esa miradita suya, fue el mejor de los 4 maridos que se me han muerto.

Soledad


César (microrrelato "soledad")

Terminó de cenar y metió los platos en el lavavajillas. Luego se dirigió al salón, se tumbó en el sofá y encendió la televisión.
Informe Semanal estaba terminando. Después empezó con el zapin. Película en blanco y negro de las de pensar mucho. Cotilleo. Una película que ya había visto. Más cotilleo.
Siguió apretando el botoncito de forma mecánica mientras pasaba mentalmente revista a los libros que tenía por si había alguno apetecible. No había nada. Apago el televisor y cerro los ojos.
A los pocos segundos el silencio le obligó a abrirlos. Miró a su alrededor y se sintió extraño. Llevaba poco tiempo en el piso y aún no se había hecho a él.
Se acercó a la ventana y se quedó ensimismado mirando las luces de la noche.
Tras un largo rato ausente reaccionó.

Llegó a la zona de copas y entró en el primer pub. Recorrió con la vista a la clientela, pero ya no conocía a nadie. Aunque en el fondo lo esperaba no pudo evitar una sorda frustración. Salió y repitió la operación en tres pubs más con el mismo resultado. En el quinto decidió quedarse y pedir un gin tonic de larios. Se sentó en un taburete con un codo apoyado en la barra y mirando hacia la puerta. Intentaba aparentar indiferencia pero sentía su ansiedad agazapada tras la máscara de seguridad.
La gente entraba y salía sin pena ni gloria. Entró una más y se le quedó mirando. No la conocía, pero vio sorprendido como se le iluminaba la cara y avanzaba hacia él haciéndole gestos. Cuando estaba a punto de saltar del taburete e ir a su encuentro ella grito
-¡Manuel!. ¡Manuel!
El no se llamaba Manuel así que se quedo envarado por la sorpresa.
La explicación le llegó en forma de empujón por parte del mocetón que tenía al lado. Debía ser el tal Manuel, porque la abrazó, la levantó en el aire mientras la estrechaba con evidente peligro de sus costillas, para después fundirse con ella en un beso en el que parecían buscarse las entrañas.
Intentando no sentirse demasiado gilipollas se dio la vuelta y apoyó ambos codos en la barra. Luego intentó saborear el gin tonic mientras buscaba respuestas a su estado de ánimo en su propia imagen devuelta por el espejo de la barra.
Otro empujón le derramó buena parte del gin tonic. Eran Manuel y su novia que se hacían sitio mientras seguían besándose.
Riéndose de sí mismo y de la situación dio un último trago al gin tonic y enfiló la salida.
Una vez fuera respiro profundamente el aire fresco de la noche y se quedo mirando a la luna llena. Después se encaminó hacia el piso acompañado por el sonido de sus pasos sobre la acera.

sábado, 14 de noviembre de 2009

Sin título (Isabel Aire Aire)


Isabel Aire Aire (Microrrelato sobre el rechazo)

Sabía que tenía que besarle. Era la tradición y lo había oído repetir mil veces: la princesa besa al sapo y éste se convierte en un bello príncipe. Pero no podía, le miraba los ojos saltones, la piel verde, casi transparente, gelatinosa, húmeda y le daban nauseas.
Con los ojos cerrados para borrar la imagen de aquel sapo grande, blando y viscoso, acercó sólo la cabeza para rozarle levemente con los labios. En ellos quedó pegado un gusto salado que la hizo escupir para deshacerse de él.
En posición fetal, como recién roto el huevo que le contenía, apareció el príncipe. Levantó los brazos lentamente y aún más lentamente estiró las piernas dejando en toda su extensión a la vista un cuerpo de piel traslúcida nunca tocada por el sol. Las venas se le veían como pintadas y una espesa capa de mucosidad le recubría por completo. Por contagio, esa piel transparente adquiría cierto verdor de la espesura que les rodeaba.
Quizá fuera bello, acorde con los gustos estéticos del momento, pero la princesa encontraba demasiado saltones sus ojos y demasiado prominentes sus labios.
La miró y se acercó a ella envolviéndola en un abrazo pegajoso. Ella cerró los ojos antes de ver cómo acercaba sus labios para darle un apasionado beso. Conteniendo el vómito, soñaba con que, al volver a abrir los ojos, el bello príncipe se hubiera convertido en sapo de nuevo.

Sin título (Rosa)


Rosa Ayesa (Microrrelato maleta/sol)

El sol era el metrónomo de su vida. Cada amanecer, por las tres rendijas entreabiertas de su persiana, adivinaba el color del día: si el sol no había sido capaz de vencer a las nubes, si presentía tejados y aceras mojados, se quedaba en la cama hasta la hora de comer y el resto del día pasaba con el ritmo lento de un cortejo fúnebre; los otros días, esos en los que las rendijas auguraban cielo azul, saltaba de la cama y el frenético compás sólo disminuía cuando el sol se ocultaba en el horizonte.

Los astros no habían sido generosos con ella y se alinearon para que naciera y viviera en un lugar donde el sol pocas veces ganaba la batalla. Harta de que el ritmo de los días sin sol cada vez marcase más la melodía de los días, Alicia decidió meter su vida en una maleta y partir en busca de un lugar donde siempre hiciese sol.

Encontró uno en el que le aseguraron 300 días de sol al año. Buscó un piso con una habitación, con una persiana con tres rendijas. Cada amanecer, su sofisticado sistema solar ponía en marcha el metrónomo. Pero los días a ritmo de plomo continuaron siendo los más frecuentes.

Alicia se permitió un último intento. Vació su maleta y la limpió a fondo. Con un paño de algodón blanco mojado en agua de colonia de limón, la rastreó centímetro a centímetro. Así, Alicia volvió a casa con el sol en la maleta.

Recuerdos de otra época


Eva (Microrrelato maleta/luna)

Tumbado sobre el suelo frío y húmedo, el número 13 miraba embelesado el reflejo de la luz de la luna, que se filtraba tímidamente por el ventanuco enrejado.
Tan sólo tres días y unos cuantos pasos le separaban de cumplir su sueño.
Allí, tumbado, recordaba cuando le entregó al policía que le llevaba la comida, el raído papel que éste desplegó, poniendo cara de perplejidad y peguntando qué hacía con él.
Le miró fijamente y dijo: ¿podría guardarlo con mis pertenencias hasta que cumpla mi condena?
El policía hizo una mueca y sin contestar se fue .
Al ocaso del esperado día, con andar firme pero muy despacio, y mirando al suelo como queriendo contar las baldosas que le faltaban para ser libre, siguió por los pasillos
semioscuros al policía que le precedía.
Al llegar a la puerta principal un carcelero le entrega su raída maleta azul, la coge y nota que el pulso le tiembla, la sujeta fuerte y se encamina a la verja de salida que se desliza despacio por el carril a la vez que chirría como si hiciese mucho tiempo que no se abre .
Bajó los escalones muy despacio como queriendo retrasar el momento, llenó sus pulmones de aire con una aspiración profunda, a la vez que se sentaba en el último escalón levantando la vista al cielo. La contempló durante unos segundos, la luna se presentaba ante él redonda, brillante y muy muy hermosa. Muy despacio abrió su maleta sacó el papel y la comparó. Era tal y como la recordaba 33 años atrás. Con los ojos llenos de lágrimas se levantó y con paso firme anduvo toda la noche en compañía de la luna.

Flashback


Mar Amorrortu (Microrrelato "Pásame la sal")

-...Pásame la sal...

La frase sonaba sugerente y pícara.

-Sólo si estiras el brazo hasta aquí.
-Quieres que se me abra el escote…. Anda, pásame la sal.
-Quiero atraparte la mano e inmovilizarte, así, sí, ¿ves? desde aquí puedo ver casi todo lo que me interesa.
-¿Casi todo? ¿Qué más te interesa?
-No te lo voy a decir por ahora, te voy a soltar pero sólo para que vengas a sentarte aquí a mi lado.
-¿Es para ver mejor eso que te interesa tanto? Entonces no me sueltes….Pero pásame ya la sal, pesado.
-¿Es que no me lo quieres enseñar?
-Tendrás que obligarme de alguna manera, si no saldré huyendo.
-No podrás ir muy lejos.
-Eso ya lo veremos…

Como un destello fugaz viajando desde el pasado esta escena iluminó el opaco fondo de sus ojos, mientras que ahora, en el descarnado presente, la veía seria, implacable, mirándole con dura impaciencia mientras repetía amargamente:
-Que me pases la sal.