lunes, 28 de diciembre de 2009

Lobo extraño


Isabel Aire Aire

Un extraño olor salía por la boca, por la nariz, por los ojos, por todos los poros de la piel de aquel hombre. Un extraño olor que se había extendido con la suave brisa de la noche y había llegado lejos, hasta la nariz de un lobo al que el hambre no dejaba dormir.
El lobo siguió el olor amargo hasta encontrar al hombre abandonado, desfallecido, muerto al pie de la enorme encina. Los botones de su camisa habían estallado dejando al aire su abultado y apetitoso vientre.
De un certero bocado le arrancó los intestinos y huyó con ellos en la boca para devorarlos tranquilamente junto a una mata de espliego.
El hambre iba desapareciendo, iba desapareciendo el suelo, la mata de espliego, la luna, el aire, la vida.
Las lombrices, los gusanos, las orugas, las larvas, las hormigas, todos los insectos que se comieron el cuerpo del lobo fueron dejando a su alrededor sus cuerpos muertos.
Los pájaros que comieron los insectos muertos, cayeron desde lo alto regando el bosque con sus cuerpos.
Y el bosque secó.

martes, 22 de diciembre de 2009

Efecto ternura


Rosa
El crepitar de celofán frotándose me hizo volver la cabeza. Era el sonido inconfundible de cumpleaños en la escuela, y que chirrió en la casi vacía sala de espera de hospital que acababa de atravesar golpeando el suelo con las muletas y pensando únicamente en el dolor del talón de mi pie derecho. Las luces de los viejos fluorescentes ya estaban apagadas, y ellos se hablaban en un susurro; tal vez ni se hablaban.
Las dos manos de él en forma de cuenco la ofrecían caramelos. Inclinado, parecía que su rodilla se hincaría de un momento a otro en el gastado suelo de la sala, rindiendo pleitesía a su dama sentada en un trono de ruedas. Ella, pequeña, frágil y testaruda, extendió la mano y cogió uno. El ruido infantil de los envoltorios de colores fueron trompetas que anunciaron al caballero y la mirada de ella la única espada a la que él aspiraba para que le tocase los hombros y le permitiese estar al servicio de su reina a la que un encantamiento había paralizado las piernas.
Durante unos breves segundos la sala se inundó de una luz especial, de tenue verde y violeta. La luz envolvió sus gastados cuerpos dentro de una burbuja que podía adoptar infinitas formas; la membrana de la burbuja parecía muy frágil pero contenía un líquido amniótico, resistente, limpio y enriquecido por el tiempo y los cuidados.
La puerta del ascensor se abrió y tratando de no hacer ruido al apoyar las muletas entré en él y me volví a mirarlos por última vez, con los ojos empañados y una sonrisa.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Nuevos comienzos


Eva
Melba se puso el raído abrigo de su padre, y con una mueca entre satisfacción y tristeza en el rostro, se sentó frente al escritorio en el que permanecía la escritura de su nueva casa y la foto en la que se ve abandonando el edificio en ruinas, que fue su techo durante un mes después del terremoto, portando lo poco que pudo salvar, unas alfombras y el retrato de su padre. Distraída, recogió las cuartillas y salió a la calle. Se abrochó el abrigo cuando el frío de la tarde le azotó el rostro. Pero ni el frío hizo que saliera de sus pensamientos. Con andar pausado pero firme, recorrió la calle principal y pasó por la alameda. Siguió por la calle de la catedral hasta llegar a una plaza con una fuente en la que siempre se sentaba a escuchar el sonido del agua al salpicar en la piedra, pero hoy no lo hizo. Cruzó la plaza de lado a lado, se acercó a un portal en el que un gran rótulo anunciaba rebajas de ropa de bebé en la primera planta, suspiró y pensó…, algún día lo seré. Empujó la puerta y esta cedió. No cogió el ascensor, se dirigió a la tercera planta. Sin darse cuenta había subido las escaleras deprisa, y al llegar al rellano se sintió abatida, debido al esfuerzo y la tensión que le suponía estar allí. Con la mano temblorosa pulsó el timbre y esperó unos segundos hasta que una señora regordeta le franqueó la entrada. Ésta le dijo, el señor Damián le espera señorita, sin contestar la siguió por el pasillo hasta el despacho, depositó los folios sobre el escritorio barnizado del notario, él, la fue señalando con el dedo donde debía firmar. Lo hizo, mientras pensaba que por fin lo que fue su refugio la pertenecía. Se levantó de la silla en silencio y se despidió con un simple adiós, a continuación salió a la calle. Esta vez el frio, sí la ayudó a aclarar sus ideas. Se dio cuenta de que la imagen del edificio en ruinas no la abandonaría jamás.

lunes, 14 de diciembre de 2009

Soledad


Por Isabel Ordoñez

Soledad salió del portal y el viento la despeinó. El corazón le latía con fuerza; habían dado las seis en el reloj de la plaza, y llevaba todo el día esperando ese momento. Dejó la maleta en la acera, se arregló el peinado como pudo, y llamó al primer taxi que pasó.
En menos de cinco minutos llegaba al lugar de la cita, una cafetería de carretera a las afueras de la ciudad. Se dirigió a la barra, desierta a esa hora de la tarde, y se sentó en el taburete más alejado de la puerta.
A Soledad no le gustaba mirar a su alrededor. Afortunadamente, tenía el televisor encendido frente a ella.
El camarero se acercó y le preguntó que deseaba.
- ¿ Podría ser un gin-tónic, por favor? , pidió Soledad.
- No faltaba más, se lo traigo ahora mismo. Pero Soledad creyó ver un gesto de reprobación en su cara. - Corto de ginebra, a ser posible - , intentó disculparse. El hombre ni siquiera se volvió.
Al fondo, desde una nube de humo, se escuchaba el griterío de los niños correteando entre las mesas, y el murmullo de sus padres apurando los platos combinados. Sobre la puerta del restaurante, el reloj marcaba las seis y cuarto. Desde luego, no podía decirse que Arturo fuera precisamente puntual.
Llegó el camarero con el gin-tónic y un plato de patatas fritas. Después de beber un par de tragos, se sintió mucho mejor. Una gota de gin-tónic mojó inoportunamente su chaqueta. Qué fatalidad, pensó, buscando con la vista una servilleta. Se secó la mancha con cuidado y se colocó esmeradamente el collar sobre la blusa. Alcanzó un par de patatas del plato que tenía frente a ella, pero se arrepintió al instante. La primera imagen es definitiva, se dijo, irguiendo el cuerpo sobre el asiento y colocando las manos cruzadas sobre la falda.
Volvió a mirar hacia el reloj. Las seis y media de la tarde. Quizás Arturo se hubiera arrepentido en el último momento. Si es que en realidad se llamaba Arturo, lo que parecía poco probable. Como improbable era que fuese alto, de complexión delgada, de facciones agradables y clásico en el vestir. Ella tampoco había sido demasiado sincera respecto a su edad, a decir verdad nunca lo era, y se había definido como esbelta y rubia. Cosa no del todo incierta, reflexionó Soledad; unos buenos tacones y una sesión de peluquería pueden hacer milagros. Pero en un hombre es distinto, concluyó, descartando de nuevo dar cuenta definitiva de las patatas abandonadas sobre la barra.
Miró otra vez el reloj; eran ya las siete menos cuarto. Decididamente, Arturo no era una persona formal. No se merecía a alguien como ella. A Soledad le decía su madre que donde mejor duerme uno es en su cama; le hizo bien recordarlo. Todavía era buena hora para regresar a casa y cenar tranquilamente. Y al día siguiente no tendría que madrugar.
Poco a poco, el corazón dejó de latirle con fuerza. Dejó de avergonzarle mirar directamente hacia la puerta. Empezaban a entrar algunos hombres, la mayoría acompañados, muy pocos altos y delgados, ninguno con una maleta en la mano.
Arturo ya no vendría. Tendría que olvidar a Arturo. Todavía pensó que algo pudiera haberle ocurrido; y consideró, quizás, darle una última oportunidad. Necesitaba urgentemente otro gin-tónic, pero recordó la expresión de censura en los ojos del camarero.
- Póngame un café con leche, haga el favor - El camarero se acercó - Y me trae la cuenta de paso.
Esta vez la miró solícito. Incluso se ofreció, gentil, a ayudarla: ¿Quiere que le vaya llamando al taxi?
- Se lo agradecería en el alma, contestó Soledad, preparando cabizbaja el dinero de la cuenta.
A eso de las ocho, Soledad entraba en su casa. Guardó la ropa, el cepillo de dientes y el neceser, subió la maleta al altillo y se puso el pijama y la bata. Después, se preparó un bocadillo y un gin-tónic largo de ginebra, y se sentó frente al televisor con las piernas en alto.

Título Soledad.
Corresponde al supuesto Soledad-maleta.
Isabel Ordóñez

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Aquel día a finales de Junio


Juanma Ruiz Briceño

Estaba cambiando de emisora, parado en el semáforo y lo vi. Había cambiado mucho, tanto como todo el tiempo que había pasado, tal vez más de treinta años. Un concierto de bocinazos me devolvió al presente. Aparqué en el primer lugar que pude. Busqué un lugar tranquilo para celebrar con una Guinnes el recuerdo de D. Senén.
Después de la segunda Guinnes ya era capaz de ver los maizales altos, la sensación del cuerpo sudoroso, como ahora, en aquel día a finales de Junio. Aquel nuevo maestro nos sacó al prado de al lado de la escuela. Con D. Abdón, que estaba enfermo, nunca había ocurrido, ni eso ni nada agradable para mí. Sólo nos pidió que dibujásemos lo que quisiéramos. Recuerdo que no me lo tomé en serio hasta que vi a todos mis compañeros con la cabeza sobre el cuaderno. Era lo que hacía en casi todas las clases y siempre me castigaban por ello. Yo terminé pronto en dibujar a María, que era lo que más ensayado tenía.
Don Senén revisó uno por uno los dibujos, casi siempre con el ceño fruncido y pasándose los dedos por su bigote. Cuando sacó el mío, al tiempo que se levantaba y nos miraba, yo sentí la punzada de siempre en la tripa, ahora ya es un recuerdo. Lo siguiente que recuerdo son sus zapatos delante de mí. Y las risas y burlas de mis compañeros… ¡cabrones!, ¡pueblo de mierda!
- ¡A callar!, bramó D. Senén… ¡come terrones ignorantes!, menos mal que me fui pronto.
- ¿Es tuyo?, me preguntó en un tono amable.
- Sí, si señor, le respondí apenas, rojo como un tomate y temiéndome lo peor.
- ¿Cómo te llamas chaval?
- Oscar Sanz, señor…he hecho lo que usted mandó, acerté a decir.
- ¡Eres todo un artista, Oscar!; tómatelo en serio, eres muy bueno.
Nadie se rió, y por primera vez les miré de frente sintiendo la mano de D. Senén sobre mi hombro.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Dos ejercicios para una foto


Mamen Guerrero

“La tesis y el perro”
Cuentan que un hombre quiso hacer un estudio referido al comportamiento humano. Y así, se le ocurrió indagar sobre su reacción al encontrarse con un igual acostado en medio de la calle -en el asfalto, a pleno día y vestido de forma elegante: abrigo negro y sombrero- con el fin de calibrar hasta que punto respeta un hombre a otro el derecho a la extravagancia. Decidió que él sería ese hombre. Observó que el primer día la mayoría le esquivaba, daban un rodeo para evitarle sin mostrar algún tipo de interés. Sólo los menos alargaban el cuello, como queriendo vislumbrar un signo de vida. Al cabo de unos días, los que repetían itinerario, acortaban la distancia al pasar por donde él estaba, pero al notar que su pecho se estremecía nadie se paró ni le preguntó nada. Al cabo de una semana y decepcionado por los resultados, probó dejar de respirar en un intento de variar la situación. Esa mañana hubo quien se detuvo, e incluso, pudo sentir que se aproximaban mucho más; los menos respetuosos llegaron casi a tocarle, pero aún guardaba algo de calor y mantenía la piel rosada y, finalmente, decidían dejarle tranquilo. Al siguiente día de tomar esa decisión, los que pasaban por su lado empezaban de nuevo a distanciarse... el olor les repelía. Entonces, un perro se dirigió a él y no paró de darle lametazos hasta que su dueño, para separarle de aquel hombre, hizo llegar a la policía. La conclusión de su tesis nunca la llegó a conocer porque ese hombre le perdió el respeto a la extravagancia misma. En cuanto al perro, cuentan que abandonó a su amo.



“La crisis”

La bolsa cayó, y con ella mi futuro. A partir de ahí cuando entraba en casa me encontraba con dos pares de ojos famélicos que esperaban ser consolados con un poco de presente que no era capaz de llevarles. Al verlos, decidí no volver a casa si no era con un trozo de certeza. Un día más anduve recorriendo la ciudad en busca de trabajo sin conseguirlo. Exhausto y desesperado me tumbé en medio del asfalto de un aparcamiento, pensé que con suerte quizá pudiesen cobrar el seguro de vida.

Mamen.


N. del A.: Eximo a Ramón Qu de toda responsabilidad sobre la calidad del producto.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Pásame la sal, por favor


Marián Carretero

- Perdiste tu oportunidad y, ya ves, ahora de nada te valdrá invitarme a comer – algo en la voz aguda de la mujer me obligó a mirar a través de la puerta entreabierta, pero sólo pude ver una melena negra inclinada hacia un mantel amarillo – y para colmo, la sopa está medio fría y totalmente sosa.

En la barra del bar del hotel, yo era el único cliente; tampoco el comedor parecía muy animado… De hecho, era la primera vez en los tres días en el “congreso de psiquiatría experimental” que algo llamaba mi atención.

- Pásame la sal, por favor ¿tanto te cuesta?. Claro, nunca se te ha ocurrido alargar la mano, demasiado esfuerza ¿no? – la última palabra se perdió en un suave gemido– Total, no se de qué me sorprendo, inútil e incapaz del más mínimo detalle…. Pero se acabó, ¿sabes?, es la última vez que acudo a tu llamada.

- Disculpe, señora, ¿podría hablar un poco mas bajo?, los demás clientes se están quejando La voz cohibida del camarero del hotel me sorprendió, pero aún mas la airada respuesta.

- ¿Qué no chille? ¿Eso pretenden uds, que me calle? ¿Ves lo que has conseguido?. Cállate, cállate, y yo sin atreverme a abrir la boca durante años, pero eso se acabó, ya te lo advertí. Deje de mirarme con esa cara de bobo y tráigame el pan. Y procure que el siguiente plato esté mas caliente.

- Pero, pero , señora, yo…. ¿le ocurre algo malo?

-¡A mí que me va a ocurrir!. Este que no me escucha, y usted que no me trae el pan – la voz aguda era ya claramente chillona, y no pude contener mas mi curiosidad. Dejando mi copa en la barra, entré en el comedor.

El camarero huía hacia la cocina y la mujer levantó sus ojos crispados hacia mí. Las sillas que rodeaban su mesa estaban todas vacías. Sin pedirle permiso, me senté en una de ellas.