sábado, 18 de diciembre de 2010

ADELA

La sintió llamar al timbre y se acercó hasta la puerta, pero cuando llegó, ya había
abierto con su llave. La vio dejarse caer desmayadamente sobre una de las sillas de la cocina, mientras ella empezaba a preparar un café. Se fijó en las raíces grises de su cabello descuidado, teñido de un rubio cobrizo que resaltaba aún más la palidez de su cara.
- Tendrías que ir a la peluquería. Échate un rato si quieres y te pido vez por teléfono. Creo que ahora ya no cierran a mediodía.
Su madre la miró con cansancio.
- Le he encontrado muy mal, hija. No creo que pase de mañana, respondió con su voz lastimera.
- Tú siempre dices lo mismo. Llevas cuatro años diciendo lo mismo.
La mujer tenía los ojos hinchados por la falta de sueño, y su hija al mirarla pensó que en los últimos días parecía haber envejecido diez años.
- Me lo acaba de confirmar el médico. Le han hecho una transfusión esta mañana, continuó con paciencia.
Al oír aquella palabra, ella se volvió con una expresión de furia en el rostro.
- ¿Pero por qué demonios dejas que le hagan más transfusiones? Deberías negarte, al fin y al cabo es tu marido, y tú tienes que ser la que decida.
- No puedo negarme; se lo he insinuado y me ha dicho que su obligación es luchar por la vida de sus pacientes hasta el último minuto.
- Ya me gustaría a mí ver como luchaba por la vida de su padre si estuviera en las últimas. Seguro que lo atiborraba a morfina.
La madre intentaba entrar en calor rodeando con sus manos el tazón de café caliente.
- Alcánzame una aspirina, hija, haz el favor.
Cogió la caja de las aspirinas de la balda de los medicamentos y se sentó frente a su madre. Se quedaron un rato sin hablar, las dos con los ojos fijos en el fondo de las tazas humeantes. Al fin, un poco más calmada, ella preguntó en tono conciliador:
- ¿Y te conoce todavía? Quiero decir, ¿aún está consciente?
- Cuando se le pasa el efecto de los sedantes sí que me reconoce. La madre sorbió con dificultad un par de tragos de café, y después se atrevió a rogar a su hija:
- Mira que todavía estás a tiempo. Piénsalo bien, mujer, que después te vas a arrepentir.
La hija se levantó dando un respingo, y se dispuso a fregar la taza del desayuno en el fregadero, de espaldas a su madre.
- ¿Pero tanto te cuesta ir media hora?, insistió la mujer. El autobús te deja en la misma puerta.
- No tengo nada que hacer allí, no sé cuantas veces te lo tengo que decir, respondió, con la voz apagada por el sonido del agua que golpeaba con fuerza sobre la pila.
- Ni siquiera tienes que hablar con él. Sólo sentarte a su lado cinco minutos y cogerle la mano. Yo te acompaño si quieres, podemos ir ahora mismo.
- Ahora mismo imposible, tengo que repasar el examen de mañana. En todo caso cuando vuelva.
- ¿Pero no te das cuenta de que cuando vuelvas seguramente ya no va a hacer falta?
Ella dudó, al notar el temblor en la voz de su madre.
- Te vas a arrepentir toda la vida.
- Qué exagerada eres, no sé ni para que te escucho. El mes pasado también dijiste que se moría, lo llevas diciendo desde el día de su cumpleaños.
- Pero esta vez es verdad, hija mía, gimió la madre con los ojos arrasados en lágrimas. Esta mañana me ha llamado por mi nombre. Adela, dame un poco de agua, me ha dicho. ¡Adela!, y me lo ha pedido por favor.
La hija dejó el grifo corriendo, se volvió hacia su madre y la abrazó con desesperación. Ella intentó consolarla en silencio mientras la sentía sollozar ruidosamente contra su pecho.

Isabel O.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Un rostro en la ventana

Cuando la puerta se cerró tras de mí, sentí el golpe de aire fresco en la cara. La entrevista había durado una escasa media hora, el tiempo suficiente para sentir la falta de aire y las ganas de salir de aquella casa. Abrí mi paraguas, y respirando profundo llegué a la puerta de mi coche. Al volverme a cerrar el paraguas vi un rostro en la ventana.
Sin duda era él. No aparentaba los diez años que la madre me había dicho que tenía. La pálida piel y el pelo negro y ralo podrían haber sido los de cualquier niño enfermo, pero aquella mirada tenía más de un millón de años.
Él no se apartó de la ventana. Yo me apresuré a entrar en el coche y a alejarme de aquel lugar. Por la ventanilla abierta entraban la lluvia y el aire, un aire que no pasaba de mi garganta estrangulada por una mirada que tenía más de un millón de años y que decía: supe nada más verte que tú tampoco te quedarías.

Rosa Ayesa

viernes, 3 de diciembre de 2010

Alguien dice tu nombre

- ¿Oyes?, por qué letra van...
- Por la efe creo
- El ruido no me deja oír
- Pronto no oirás nada... ni el último disparo...
- ...ni las campanas de boda...
- Encontrará a otro.
- Ojalá me olvide, merece ser feliz.
- ... he creído oír López Arriarán.
- No oigo nada, ¡¡maldito ruido!!
- Buen tipo ese... ¿Me oyes?, esperaremos a la erre.
- ... ¿ni el último disparo?
- Seguro. Ni el último...
- ... dónde las conseguiste
- Me las pasaron cuando nos traían al campo, en el camión.
- ... tengo frío...
- ... pronto no sentirás nada...
- ... quiero dejar de “oír” fusiles.
- Céntrate en seguir la lista; la erre no lo olvides... Ahora es ¿a? lo único a lo que podemos aspirar. Se trata de dignidad.
- Pero...
- En nuestra situación no hay pero que valga.
- ... masticar la cápsula y tragar, ¿no?
- Sí, de una vez.
- ¡¡Maldito ruido!!
- Bendito veneno.

¡Ramírez Martín, José!

- ¡Ahora o nunca camarada, que se jodan estos nazis de mierda!
- ... ¿crees de verdad que será feliz?
- Lo creo.
- Encantado de haberte conocido Zamora.
- Buen viaje Zalacaín.
- ..............................

Al cabo, alguien con acento alemán gritó un nombre:
- ¡Zalacaín Mora, Antonio!
... y a continuación, otro:
- ¡Zamora García, Pedro!
- ...................................
... y los volvieron a nombrar.

Mamen

viernes, 19 de noviembre de 2010

La primera vez

¿Qué tiemblas, so bobuca, de frío o de miedo? Poco me recuerdo, pero que más frío y más miedo pasé que tú sí me lo sé. Qué más niña era yo, aquí donde me ves y entonces sí que había motivos pa temblar, que a más de una no se la volvió a ver el pelo, y ni preguntar por ellas se podía. Hace más de veinte años de aquello,que éramos cuatro monas. Eso sí, trabajo de sobra… pero ¡anda!, ponte mi chaqueta, que con esas piernazas no necesitas enseñar na más. Y ya basta de palique: tú clava esos ojazos en el lao del conductor, como si no existieran los faros. Y fuera esa mirada de oveja perdía, que los lobos saltarán sobre ti. Se tú la loba si quieres seguir p’adelante, que ese trapo te sienta de maravilla y pareces una estrella de cine… ¡Eh, mira! Ese va a pará te lo digo yo, que de esto sé más que nadie ¡Anda arrímate a la carretera que ya te han echao el ojo! Así, así, y tápame un poco, que cuando paren nos subimos las dos. Que la primera vez era yo un pimpollo como tú, pero ahora, ¡ay ahora a mi sola ya no me cogen! Anda, mi niña, tápame bien… así, así, que ya paran, que ya paran…

Marian

lunes, 1 de noviembre de 2010

Llámame Beatriz

Ya no quiero que me llamen “Bea”. Así me han llamado siempre en mi familia, pero sobre todo Mario. He sido “Bea” para él, en cuerpo y alma; en deseo, al principio, y en resignación desde casi siempre. Desde la eternidad de los diecisiete a los veintiocho años que ahora tengo. El seguirá siendo alcohólico, o tal vez se recupere. No lo sé, me da igual. Yo tengo miedo a no saber recuperarme. Por eso, a principios de verano, le regalé todos los vestidos de “Bea” a mi madre; ella les dará buen uso. Tal vez se los reparta con la madre de Mario. Esa buena mujer que me hizo alta con un pedestal.
Ahora puedo escribir esto, feliz, sin culpa, desde este viejo café de Estambul, viendo la Torre Gálata. Contenta de que me pregunten en turco, pensando que soy de aquí por mi físico y… vestida de Beatriz.

Juanma

viernes, 6 de agosto de 2010

El sollozo




El sol se ponía por detrás de los montes, y el pueblo se llenaba de luces amarillentas. No había bar en él, no había plaza mayor, ni casino, ni ningún lugar de reunión, sólo casas grises de ventanas pequeñas y tejados picudos separadas unas de otras por callejones empedrados. En la última casa del pueblo, la que limitaba con el bosque de alerces ásperos que tocaban los cristales, mi tía Sabina cosía junto a la chimenea, muerta de frío y ayudada de sus gruesas lentes en la penumbra. Recuerdo que yo estaba debajo de la escalera jugando con mis muñecas cuando sonó la aldaba del portón. Mi tía me miró por encima de sus gafas con unos ojos alarmados. Me dijo: “Quédate ahí”, y salió a abrir. A los pocos instantes entró otra vez en la sala. Su expresión extraña me desconcertó, parecía estar en otro mundo. Sonaron pasos detrás de ella en el pasillo sin luz, y desde su negrura surgió una silueta borrosa que poco a poco fui reconociendo: era mi padre. El pelo se había caído de su cabeza, y su barbilla parecía mucho más estrecha y larga que en la foto que estaba en el hall, pero era él. Alargó hacia mí una mano temblorosa y blanca que me hizo esquivarla instintivamente, después me dominé y conseguí quedarme quieta para que me acariciara el pelo, pero su tacto era tan leve que apenas lo sentí. Mi tía Sabina dijo:
-Juan, sabes que no puede ir contigo.
Mi padre, al escuchar esto, rompió en un sollozo que resonó tremendo por toda la casa, se cubrió la cara gris con las manos y se desvaneció en el aire. Todo quedó impregnado de su ausencia.

lunes, 21 de junio de 2010

Demasiada sal da sed



- Pásame la sal, por favor –le pidió malhumorado. Últimamente parece que olvidas poner sal en las comidas.
Ella le acercaba el salero al tiempo que él alargaba la mano. Un choque inevitable hacía que se abriera y la sal cayese esparcida sobre la mesa.
- ¡La impaciencia te pierde! –exclamó ella.
- ¡Quizá tengas tú algo que ver! –replicó, vaciando toda la sal que restaba en el plato.
Mientras la mujer intentaba reagrupar los granos de sal con el borde de la mano, le dijo:
- Con tanta sal dudo que aprecies lo que comes.
- ¿Y...?
- ¿Sabes?, empiezo a comprender la cocina de Ferran Adriá: el mismo plato, el mismo sabor, pero distintas texturas... Comer con los cinco sentidos...
- ¿De qué me hablas? -preguntó perdido.
Había conseguido formar una montañita con la sal recogida, ahora hundía el dedo en la cumbre deshaciéndola al contestarle:
- Hablo de sal... y de amor...
- ¡¡¡Mujeres!!! -farfulló al servirse un gran vaso de agua.

Mamen

jueves, 3 de junio de 2010

La maleta


El recorrido diario desde la casa hasta su minúsculo kiosco de chucherías era muy corto. Cincuenta pasos de cemento gris. Tres portales oscuros y dos tiendas: la mercería de toda la vida y una de ultramarinos que pusieron hace unos diez años. José tiene casi cincuenta y se sabe de memoria los escaparates: las bragas de colores, las manzanas rojas y amarillas... Camina ligeramente inclinado, con su bocadillo envuelto en papel blanco. Los que le conocen, le saludan. Los que no, ni le miran. Es un hombre diminuto, hecho a medida entre sus caramelos y regalices. Desde su esquina otea las dos calles: la suya y otra algo más ancha que la cruza.

Hace varias semanas que comenzaron las obras en el local vacío de la esquina: alguien ha tenido la ocurrencia de abrir en el barrio una agencia de viajes. Los ojillos de José han seguido todo el proceso y se fijan en una pequeña maleta de cuero marrón que alguien ha colocado en el centro del escaparate junto a un gran cartel. Parece que le van a regalar una a los diez primeros clientes.
Cualquier viaje basta. José no quiere ir a ningún lado -donde va a ir él a estas alturas- pero le encantaría tener esa maletita. Podría llevar su almuerzo, e incluso una botellita de vino, desde la casa a su kiosko, cada día.

Cuenta el número de personas que van entrando en la agencia. Imagina quién ha reservado un viaje. Observa el gesto del empleado al atenderles. Al acabar el día, no aguanta más. Cierra con su llavín la puertita verde de madera y abre vacilante la puerta de cristal: allí está el joven interrogándole con la mirada. José queda de pié sin saber que decir.

- Siéntese, por favor, ¿qué desea? – una ligera sonrisa, burlona quizá, asoma en los labios finos.

Aún de pie, el hombrecillo murmura:

- Quiero un viaje a un sitio cercano.

Y sale, José, con su maleta y un billete a Toledo para este fin de semana. ¿Por qué no?. Al fin y al cabo, él nació en un pueblo de La Mancha. En vez del bocadillo, el hombre llena la maleta con dos mudas, un pijama y poco más. Contempla su maletita marrón, con hebillas brillantes y unos agujeritos plateados ribeteando los bordes, y la coloca sobre la silla donde permanece los siguientes días.

El sábado, los cincuenta pasos se dirigen en dirección contraria de la habitual. A José le late el corazón muy deprisa: el tren sale dentro de una hora. Su mano escuálida agarra con fuerza la maleta. Es tan liviana que casi parece que no la lleva. Pero la mira de reojo, sí, allí está, y camina erguido. Nota que todos le miran, envidiosos seguramente. Sentado en su asiento reservado, mira a través de la ventanilla y ve pasar, aferrado a su maleta sobre las rodillas, edificios grises, casas blancas, encinas oscuras, colinas onduladas, pinos, campos de labranza, e incluso, ahí abajo, un riachuelo que se quiebra hacia el horizonte, hacia un gran lago plateado que se confunde con el cielo.

Marián

viernes, 7 de mayo de 2010

DESNUDEZ



Es azul, mi banco es azul. No tiene nada de especial, la pintura del respaldo desgastada y las patas oxidadas como cualquier otro banco, pero es mi banco, yo lo elegí o igual él me eligió a mí.
Sentada en él leo, pienso o simplemente dejo vagar mi mente sin destino. Sin embargo, desde hace un tiempo, las letras no componen palabras, la música es ruido, las olas no mecen los barcos y siento como si una sombra negra se hubiese pegado a mí.

Como todos los días el señor del pelo blanco se sienta en el banco vecino y con un leve movimiento de cabeza y una sonrisa me saluda. Yo intento responder con mi sonrisa, pero de mi boca hoy sólo sale una mueca.
¿Dónde está mi sonrisa? La busco en el espejo, en la cara de la gente con la que me cruzo, pero cada uno tiene la suya. Es normal, mi sonrisa es normal, tímida a veces, abierta, silenciosa o sonora otras y la sombra negra me la ha robado para reírse de mí.

Es una sombra fuerte que me empuja y me empuja hasta llegar a un tobogán largo, empinado y tortuoso. Yo me agarro a los bordes con todas mis fuerzas, no quiero caer y pido ayuda. Hay gente que mira hacia otro lado, otros me acusan de débil, pero algunos me ofrecen su mano sincera que intenta sujetarme, pero la sombra negra se muestra cada vez más poderosa y tira y tira. Me agarro, me aferro… hasta que mi cabeza y mis manos están demasiado destrozadas, entonces dejo de pelear y me dejo caer
No sé quien o qué es esa sombra negra, sólo sé que me ha robado mi sonrisa, la ilusión y hasta el placer de dar o recibir una caricia, pero también a su manera es generosa ya que me ha regalado vacío, soledad, culpa o miedo.

Magullada y dolorida llego al final del tobogán.
¿Dónde estoy? No lo sé, está oscuro, negro, silencioso, tengo frío y me siento desnuda.
Intento gritar, pero de mi boca no sale ni un sonido.
Sé que ella está ahí, conmigo, vigilándome, y aunque la pregunto quién es, qué quiere, no me responde, pero está ahí, la huelo, la oigo respirar. Entonces es difícil contener el llanto, no pensar y soportar la soledad

Ella vigila, pero finjo estar adormecida para recuperar fuerzas y escapar de mi jaula.
Intento trepar por el tobogán, pero resbalo, todavía estoy débil y la sombra respira y se ríe. Lo intento una, dos… cien veces, y una, dos….y cien veces me caigo y me vuelvo a levantar.



Por fin, un día doy un pasito muy corto, las piernas me tiemblan, pero mis manos se sienten fuertes y, aunque el tobogán resbale y la sombra tire de mí, esta vez no puede conmigo. Sigo dando pasitos, me siento como un arbolillo recién plantado, y aunque la sombra intenta talar mi tronco, me defiendo y peleo.

Al fin, al mirar hacia arriba, veo un rayito de luz y el final del tobogán y hacia allí me dirijo. Por el camino recojo mi ilusión y dejo atrás mis miedos y mi vacío.
Empiezo a escuchar las voces que había perdido y que me reciben con una caricia o con un beso que mi piel no había olvidado y esa mano fuerte, pero tierna a la vez y tantas veces añorada sujeta la mía. En ese momento la soledad desaparece.

Después de mucho tiempo, entre la bruma diviso mi banco, mi banco azul. Me voy acercando paso a paso, de vez en cuando me tengo que parar a descansar, pero el olor de la brisa marina y el sonido de las olas meciendo los barcos han vuelto.
Por fin, me siento, cierro los ojos, repaso con mis manos mi banco azul y saludo con mi sonrisa al hombre del pelo blanco.

Ana

sábado, 24 de abril de 2010

La gata



Bajaba yo por las escaleras, bien arreglada y maquillada para la reunión, cuando vi a mi vecino del primero espiándome por la puerta entreabierta. Me hice la despistada, como siempre, y seguí bajando para pasar por delante de él con toda la arrogancia de que era capaz, haciendo caso omiso de sus ojillos lúbricos. Entre la planta primera y el bajo, cuando casi había conseguido salir de su campo de visión con toda impunidad, la gata de la portera saltó desde el balaustre, donde había estado dormitando, y se enredó entre mis piernas para arrancarme una caricia, maldita gata zalamera. Hice un quiebro para esquivarla y evitar que me llenara las medias de seda de pelos grises, y mi tacón derecho pisó el borde del escalón y se partió. Caí en picado sobre el descansillo para acabar en una postura de lo más ignominioso, con una pierna doblada y la otra casi vertical, enganchada por el tacón roto al tercer escalón del tramo. Lancé un juramento rabioso, y en lo alto del rellano apareció mi vecino, el mirón, que frotándose las manos preguntó con voz meliflua mientras me miraba a un lugar muy lejano a mis ojos:
-¿Puedo ayudarla en algo, señorita?

viernes, 16 de abril de 2010

ANA MARÍA


Las bombas habían empezado a explotar hacía ya casi tres años. Pero lo más gordo, lo definitivo ocurrió dos meses después de empezar las bombas.
Las luces, los móviles e internet dejaron de funcionar. Los hipermercados y la mayoría de las tiendas fueron asaltadas y, para conseguir comida, empezó a ser más útil una joya de oro que un fajo de billetes. También funcionaba la navaja en una esquina, siempre que estuviera respaldada por un físico convincente.
El Piruletas tenía físico convincente hasta en esceso. Además, detrás del físico tenía un alma negra y esquinada como los callejones donde trabajaba.
Aquel día se le había dado bien. Dos cadenas de oro, un anillo con una piedra que parecía buena y siete latas de pescado en conserva.
Iba contento camino de su madriguera cuando la oyó. Era una voz dulce que cantaba una canción infantil acompañada por unos golpes rítmicos. Acechando entre la basura vio una niña que botaba acompasadamente una pelota mientras seguía cantando la misma canción. El pelo rubio lo tenía recogido en dos coletas y debajo de la ropa se adivinaba un cuerpo de piel suave y pocas carnes. El Piruletas se pasó la lengua por los labios muy despacio y dejó que su alma oscura empezara a trabajar.
Decidió acercarse. Lo mas importante no asustarla, así que se quitó la gorra que le ensombrecía la cara, se alisó un poco el pelo ensortijado y tras amarrarse una sonrisa en la cara se fue acercando con las manos en los bolsillos del pantalón y andar indiferente.
La niña, si lo vio llegar no le hizo caso. Siguió embelesada con la pelota.
- Hola, guapa.
- Hola señor- Y siguió botando la pelota.
- ¿Cómo te llamas?- Dijo el Piruletas mientras daba disimuladamente un vistazo para asegurarse de que no había nadie en la placita.
- Ana María Fernández Martínez señor.
- ¿Quieres? – Y le mostró una piruleta.
- Bueno- dijo Ana María dejando de botar la pelota.
- Mira Ana María, yo tengo una niña que tiene más o menos tus años, pero está malita y no puede salir a la calle a jugar como tú. ¿Tú querrías ir a jugar con ella?
- No sé. ¿Cómo se llama?
- Merceditas, y tiene muchos caramelos y una pelota de colores más grande que esa.
- ¿Esta muy lejos?
- ¡Que va!, Por esa calle aquí al lado, en la plaza junto al río.
- Vale, pero por esa calle que dices no, que hay muchas ratas y me dan miedo. Por esta otra.
- Como quieras. Y se pasó de nuevo la lengua por los labios muy despacio.
Ana María se cogió de su mano y se dirigieron hacia el callejón.
Después de penetrar en la calleja oscura y solitaria, el contacto de la mano le acabó de revolver los instintos. Estaba a punto de empujarla a un portal y arrancarle allí mismo la ropa cuando el mundo se abrió bajo sus pies.
Luchaba por salir de la alcantarilla en la que había caído al pisar el cartón que la cubría, cuando adivinó una sombra a su espalda. Luego sintió un golpe fuerte en la nuca y se desmayó.
Tres figuras más de muchachuelos aparecieron. Ninguno pasaba de los trece años. Uno de ellos abrió una navaja y sujetándole la cabeza por los pelos, le dio rápidamente un tajo profundo de oreja a oreja.
Insensibles a la sangre que manaba se dedicaron a rebuscar en sus bolsillos para ir metiéndolo todo en una mochila.
A punto ya de marcharse, la niña que se había retirado prudentemente se acercó para decir.
- Mi parte Danielín.
- Toma Anita- Y alargó dos latas de conservas.
- Si os vuelvo a hacer falta me lo decís ¿Vale?
- Claro Anita. Lo haces muy bien.

César

lunes, 5 de abril de 2010

Sin título (Deseo)


Esta mañana, mi vecino vino a preguntarme si a mí también me habían cortado el agua. Venía con el torso desnudo por el calor y, aunque siempre lo había encontrado atractivo, su olor me pilló totalmente desprevenida. Me siguió hasta la cocina y mientras abría el grifo del fregadero, se me pegó al cuello, a los brazos, a las piernas. Había agua y mi vecino se marchó; pero él se quedó. Desde entonces, ha ido arrastrándose por mi piel, adentrándoseme por el vestido, alborotándome el pulso y el pelo. A penas logro ya respirar y temo que lo único que puedo hacer es ir a devolverle a mi vecino lo que es suyo. Antes de que llegue mi marido.

Carmen G. Valderas

lunes, 15 de marzo de 2010

EMPATÍA


Cuando llegué al colegio, en 5º de primaria, el profesor me sentó junto a Pablito, el único lugar libre de toda la clase y desde ese momento se me pegó como una lapa. Pablito era enclenque y todo el colegio se metía con él. Los mayores le pegaban y le zarandeaban cada vez que se ponía a tiro y los pequeños le insultaban: “Cuatrojos”, “gallina”, “mariquita”… Su casa estaba un poco más lejos que la mía, pero en la misma dirección. Pablito me acompañaba cada día y con un “hasta mañana” se despedía sin haber hablado apenas por el camino.
Un día me invitó a su casa. “Te enseñaré mi colección de insectos”, dijo. Sus padres estaban trabajando y me llevó directamente a su habitación. Tenía todas las paredes decoradas con hojas de papel blanco llenas de manchas con un nombre escrito debajo en una caligrafía muy pulcra.
- Es la última parte del experimento- dijo señalándolas.
Abrió la puerta de su armario y sacó un tarro de cristal enorme, de conservas de melocotón, tenía uno pintado en la tapa metálica. Insectos de todos los tamaños y colores subían por las paredes pero muchos se amontonaban en el fondo llenando el frasco casi hasta la mitad.
Yo imaginé que dos gigantes cogían el frasco y yo estaba encerrado en él, trepando por encima de mis compañeros, tratando de no caer al fondo, de no ser aplastado. Una gran zarpa abría la tapa y me enganchaba sacándome a la claridad, al aire libre. Me colocaba sobre un inmaculado papel y luego descargaba sobre mí un enorme martillo. Los restos pulverizados de mi cuerpo caían en la sepultura de la papelera y bajo la mancha que mi cuerpo había dejado sobre el papel, las manos delicadas de Pablito escribían con cuidadosa caligrafía el nombre de mi especie en latín.
Esa noche no cené, no dormí. Tardé tres días en volver al colegio aquejado de una gripe, según el médico. Sólo yo sabía que durante esos tres días mi única obsesión había sido imaginar la mancha que mi cuerpo aplastado dejaría sobre una hoja de papel blanco en la que unos grandes y delicados dedos habrían escrito: “Homo Sapiens”.
Isabel Aire Aire

miércoles, 3 de marzo de 2010

TOMAR MEDIDAS



La arena caliente le hacía bien en los huesos. Después del largo baño, tumbado boca arriba, con los brazos bajo la nuca, tomaba medidas al acantilado. Vio el hueco para la mano derecha y aquel pequeño saliente que le serviría para hacer el paso del pie izquierdo. Se fió de él; pequeño pero contundente. Era una vía fácil: un quinto; tal vez un sexto. Además, sus nuevos pies de gato se agarraban a todo.

Por ese día la dosis de playa era suficiente, pensó. Levantó ambas piernas para impulsarse y sintió el puñal atravesando su rodilla de parte a parte. Apretó los dientes; los ojos ya estaban cerrados, fuerte, muy fuerte. Tres respiraciones, cuatro…diez. Deslizaba suavemente la mano por la cicatriz palpando el tornillo de acero en su interior. Sin abrir los ojos giró sobre si mismo dejando el acantilado a su espalda.


Rosa

viernes, 26 de febrero de 2010

EL FRÍO DE LA MUERTE


Oía cómo un coche hacía saltar la grava de la carretera al acercarse a la casa, era un coche fúnebre y venía a buscarla. Ya no tenía fuerzas ni para abrir los ojos, sentía su cuerpo muy pesado y tenía un frío insoportable.
¡Ay! Ese frío, suspiró para sus adentros. Qué fría es la muerte. Siempre lo había oído, pero ahora lo estaba sintiendo mientras su vida se apagaba. El frío la hizo recordar la muerte de su abuelo, era un día lluvioso de otoño en el que don Ambrosio, el cura del pueblo y don Damián, el médico, no dejaban de estrechar manos y de decir: que en paz descanse. La casa de los abuelos era un ir y venir de gente hasta que a media tarde don Ambrosio se agarró la sotana con una mano y con la otra cogió el Misal y comenzó a rezar mientras descendía por el camino de barro hacia el cementerio seguido del ataúd que era llevado por el tío Manuel y tres vecinos más a los que seguía el resto del pueblo. A los niños no les dejaron ir, pero Adela se escapó y desde lo alto de la pared del cementerio vio como el ataúd era metido en un agujero y cubierto con tierra húmeda en forma de montón. ¡Qué frío va a pasar el abuelo! , dentro de esa caja y cubierto de tierra, pensó. Esa noche durmió muy intranquila y soñó que el abuelo volvía a casa gritando y pidiendo una manta a la abuela.
Ninguno de los presentes lo apreció pero los labios de Adela formaron una sonrisa mientras el frío de la muerte la hizo expirar.
Eva

miércoles, 17 de febrero de 2010

El encuentro.


Estaba sentado en un banco de piedra, en la avenida flanqueada de chopos, esperándola,
pensando en ella. Era otoño, las hojas amarillentas cubrían el césped mojado. Hacía mucho tiempo que no la veía, por lo menos dos años, y la echaba de menos. No había sido él quien la había abandonado, pero los dos sabían que ella se había visto obligada a hacerlo. Cualquiera con un mínimo de dignidad hubiera acabado haciéndolo.
Él lo había intentado, pero no había podido enamorarse. Mientras estuvieron juntos, siempre pensó que aquello no significaría gran cosa. Desde luego, físicamente no era su tipo en absoluto; realmente aquella mujer no podía ser el tipo de casi nadie. Sin embargo, le atraía. Tenían opiniones opuestas acerca de casi todo, y veían la vida de forma muy diferente. Pero quien sabe por qué, se encontraba a gusto a su lado, se reían juntos, y tenían cosas de que hablar. Y sobre todo, sentía que junto a ella podía ser él mismo. Y eso era, y es, algo que le ocurre con muy pocas mujeres. Y casi con ningún hombre.
Había dudado mucho antes de llamarla. La echaba de menos. Había buscado compañía en otras, tan inteligentes como ella, mucho más atractivas, menos anticuadas. Había intentado vivir en solitario una existencia provechosa. Pero seguía echándola de menos. O seguía sintiéndose solo sin ella. Por eso aquel día la llamó, después de haberse comido la tortilla de patatas que ella le había enseñado a preparar, y de haber terminado con la botella de vino que guardaba para las ocasiones.
Su voz sonó incrédula al otro lado del teléfono, indecisa, casi asustada. Al principio se resistió, no tenía sentido que se vieran a esas alturas, aunque bueno, si realmente necesitaba hablar con ella haría un esfuerzo y podrían encontrarse esa misma tarde. En el banco de siempre, en la avenida de siempre del parque de siempre. Al anochecer.
Se recuerda a sí mismo tiritando, preocupado por ella, temeroso. Era extraño que tardase
tanto, siempre había sido una mujer muy puntual. Pero no había nada por lo que preocuparse. Simplemente llegó tarde, más de veinte minutos tarde, y no consideró necesario dar ninguna explicación al respecto. Tampoco él preguntó. Y allí, sentada a su lado en el banco, bajo la luz de la farola, oculta casi su cara, su boca y parte de su nariz por la bufanda y el cuello del abrigo, escuchó lo que tenía que decirle. Seguía estando sola, sí, pero no volvería con él ni por todo el oro del mundo. Ya no le quería, y en sus ojos pudo comprobar que decía la verdad. Empezó a lloviznar y él propuso ir a tomar un café al lugar de siempre, pero ella no quiso. Tenía mucha prisa, dijo, y se marchó como había venido. Su única amiga, la que siempre estaba disponible, la que tantas veces le dijo que le quería de verdad. Sentada frente a él en la mesa de la cocina, mirándole a los ojos, tranquilamente, con toda la seguridad del mundo. En la que él tanto confiaba, con quien llevaba soñando casi dos años. Ya no le quería.
Recuerda aquella tarde y nunca podrá olvidarla. Se quedó sentado bajo la lluvia durante bastante tiempo. Por entonces ya debía de andar por los cincuenta y tantos, pero hasta ese momento ni se le había pasado por la cabeza que pudiera haber empezado a perder parte de su atractivo. Estaba muy mal acostumbrado. Quizá sea pura casualidad, pero lo cierto es que no ha vuelto a quedar con ninguna otra mujer. Aquel triste encuentro fue, de momento, su última cita. Aquella tarde supo que sus tiempos de gloria habían terminado. Vio con claridad que lo mejor de su vida había pasado, que estaba solo, que sus días se irían sucediendo uno igual a otro, que viviría intentando sin demasiado éxito ocuparlos en algo provechoso. Cosas como leer, ver películas, o escribir de vez en cuando tonterías como ésta.

Isabel Ordóñez.

lunes, 8 de febrero de 2010

EL VUELO DEL CÓNDOR


Quispe Rengifo caminaba mirando al suelo y con esfuerzo por aquella senda estrecha y empinada que sólo llevaba a su poblacho. Se detuvo para tomar resuello y se asomó al barranco que le acompañaba por la derecha durante todo su camino. ¡Pucha!, exclamó, al ver lo pequeño que se veía el río allá abajo, al tiempo que se volvió bruscamente contra la pared de la senda. Sin perder contacto con la pared rebuscó por el suelo una piedra pequeña, de las que de chiquito le habían enseñado a distinguir. Se la llevó a la boca junto con un puñado de hojas de coca que se sacó del bolsillo de su chompa. Llevaba dos días sin probar bocado y esto, ya lo sabía, engañaría a sus hambrientas tripas.
Después de llevar un rato de camino, sus tripas se acallaron y le llegaron otros lamentos y éstos no se calmarían con la coca. Sus dedos se revolvían en los bolsillos sin encontrar nada. Todito se lo había gastado en lo de siempre. Mientras mascaba lentamente, apretando fuerte contra la piedrita, el sabor amargo de la coca le bajaba por la garganta. Miró al sofocante sol del mediodía y vio los ojos de Ollanta, su mujer, y de Inti, su linda cholita, con aquella expresión de súplica, de infortunio y de resignación. Se pegó a la pared buscando guarecerse del sol. Eran lo único bueno que había tenido.
Masticó con fuerza, al punto de romperse la piedrita. Miró al cielo, se enjugó los ojos y se fijó largo rato en aquél cóndor que volaba negro, majestuoso, dejándose llevar por las corrientes de aire. El dolor de las rodillas, de tanto estar en la misma postura, le sacó de su ensimismamiento. Se irguió y abarcó cuanto pudo con su cuerpo, se llenó los pulmones de aire y se acercó a mirar por el barranco. Se sentía mejor, en calma, como el solitario paisaje que le rodeaba. Escupió lo que le quedaba en la boca, miró de nuevo hacia el cóndor, extendió sus brazos con energía y vio cómo el río se acercaba rápidamente hacia él mientras sentía las corrientes del aire.

Juanma

lunes, 1 de febrero de 2010

La vida


(microrrelato nube-maleta)

Esperaba en el andén. Miré al cielo y me quedé absorta observando una nube. Seguí su lento recorrido y su cambio de color: del blanco algodonoso, casi infantil, al gris, cada vez más gris, casi difunto. De pronto, la nube se esfumó.
Subí al tren y, ya en el compartimento, me di cuenta de que había olvidado subir la maleta. El tren arrancó, yo me asomé por la ventanilla: el cielo estaba despejado y el andén había desaparecido. Entonces me acurruqué en el asiento; estaba empapada y tiritaba de frío. Me consoló pensar que podría prescindir del equipaje al llegar a mi destino.
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Mamen

lunes, 25 de enero de 2010

Microcuento: la foto

LA FOTO: VARIOS HOMBRE ANTIGUOS EN UN ANDEN, MIRANDO HACIA EL FINAL DE UN TREN QUE ESTA LLEGANDO A UNA ESTACION.

Marián

Ese día me dolían más que nunca las tripas. Llevaba varias semanas como si tuviese un ratón royéndolas y en esa noche no me había dejado cerrar los ojos. Por eso estoy tan demacrado en la foto, mírame ahí. Habíamos estado toda la mañana esperando al tren de Barcelona. “En el último vagón –nos dijeron – estén muy atentos”. Y estuvimos. Ocho maletas y tres baúles grandes. ¿Quién podría viajar en 1940 con tanto equipaje?. Todos pensamos que serían baúles lujosos, de esos llenos de filigranas y sin un rasguño. Y al verlos nos dijimos: vaya chasco. Esos no eran baúles, eran cajas como de muertos. Y pesaban como muertos. Pero no, iban llenos de libros. Que yo los ví cuando la caja mas grande se les cayó al intentar subirla al carromato y quedaron todos los libracos aquellos esparcidos por la tierra. El primero en agacharse a recogerlos fue el dueño, un señor muy elegante. Los iba cogiendo como si fuesen bebes. Bebés o niños muy pequeños. Se quedó abrazado al más grande: uno marrón con dibujos dorados. Y mirando al tren que se iba, lloró.
Lloraba sin taparse la cara ni nada. Yo estaba todavía en el andén con unos maletines pequeños que casi no pesaban, pero que había que transportar con mucho cuidado. “Ojito con esto” – me susurró un mozalbete pecoso – “Es el material que hemos utilizado en el frente con todas esas cosas para coser a los heridos y pincharles con indieciones”. Eso dijo. Y que él, el chaval, había estado allí empapando algodones en agua caliente. Y repetía los gestos al contármelo, guiñando los ojos y levantando un hombro a golpes rítmicos, como si bailara.
Cogí los tres maletines lo mejor que pude, algo encogido por los retortijones que no querían parar y los llevé despacito hacia el carricoche. Ahí mismo lo entendí: ese señor era el médico, el que iba a poner la clínica cerca de la plaza real. ¡Si hacía dos semanas que mi mujer no hablaba de otra cosa!. Y yo con esta docena de cuchillos que no se desclavaban del costado ni al dormirme. Un médico a dos palmos de mi vista y yo sin atreverme a decirle nada.
Al llegar al carricoche, el médico se me quedó mirando. Así, atentamente. No estaba yo acostumbrado a que un caballero tan bien vestido me mirase así. Me azoré todo, a pesar de mis canas. Como te lo digo, que me sentí como un zagal pillado en falta y sólo acerté a tartamudear:

- Aquí están las maletas del frente, señor doctor.

El me cogió la muñeca sin dejar de mirarme a los ojos:

- ¿Desde cuando tiene la piel suya ese color amarillento?

Desde Navidad, eso sí lo sabía, que me lo dijo mi primo cuando vino a la cena. Dos años hacía que no nos veíamos. Y eso me dijo, que qué amarillo estaba.

- Venga mañana a verme. No se le olvide. Acompáñenos en el carro y verá donde están nuestras dependencias.

Y allá fuimos, el chico y yo, sentados en el borde trasero del carro. Fuimos comentando lo de los abrazos a los libros y lo del llanto. Que su jefe hacía cosas así de vez en cuando. Casi me hizo dudar si sería el médico o qué.

- Pues no me importa nada que sea un llorón – le dije yo agarrándome las tripas – ese señor me va a curar este dolor tan grande que tengo”.

Y así fue, ya ves, tres meses y ya estoy como un roble. MARIAN
MICROCUENTO: MALETA+MANZANAS…………………………….Marián

miércoles, 20 de enero de 2010

Ley de la gravedad


Ana


Por la ventana abierta entra el Sol y los ruidos del tráfico de media tarde.
Nuria y Richard cocinan su primera tortilla de recién casarse.
Nuria, ojos verdes, pechos y caderas firmes e insinuantes, intenta cortar las patatas mientras Richard se acerca a ella y recorre su cuello con suaves besos.
-¡Ten cuidado con el cuchillo princesa! No quiero que esos lindos deditos se lastimen -dice Richard- mientras invade el espacio corporal de Nuria con sus bíceps, tríceps y el resto de los músculos de su atlético cuerpo.
-¡Quita, que soy un peligro con un cuchillo en la mano! -responde ella melosa-
Anda, ocupa tus manos y pásame la sal.
Entre besos, caricias, arrumacos y promesas de eterna felicidad se sientan a la mesa que han adornado con 2 rosas, una vela olorosa y un vino Gran Reserva.
Richard, haciendo los honores, parte ceremoniosamente una tortilla requemada y de aspecto no muy recomendable. Se miran a los ojos y al sentir en la boca el primer trozo del suculento manjar, lo saborean lentamente y, aunque intentan disimular, son incapaces de tragarlo.
Miran al plato, se miran entre ellos y al unísono y entre risas coinciden:
¡Está dulce!
-Está asquerosa –indica Nuria-
-Está incomible, pero muy dulce -matiza Richard- pero como no va a ser habiendo sido cocinada con unas manos tan dulces como las tuyas.
Los 2 ríen animadamente, mientras el azucarero permanece en la encimera.

- Cariño -pregunta zalamero Richard- ¿A ti nunca te va a doler la cabeza, verdad mi amor?
-Nunca vida mía
- Ya lo sé, cielín. ¿Te apetece que mi Pitufín te haga una visitita antes de hacer las maletas?
-¡Claro, una, dos o mil! -responde Nuri con mirada picaruela-

25 años más tarde, los músculos de Richard han sido sustituidos por una incipiente barriga y el pelo de su antaño espesa melena tiene fecha de caducidad.
Los ojos verdes de Nuri se ven acompañados por patas de gallos y la ley de la gravedad ha empezado a hacer efecto en sus nalgas y en sus pechos.
Richard, con una camiseta de tirantes y unos pantalones de pijama de rayas, intenta resolver un crucigrama.
-Nuria ¿qué vamos a cenar? -interroga levantando los ojos sobre las gafas-
-Tortilla de patatas.
-¿Otra vez? Siempre lo mismo, si al menos te saliesen como las de mi madre…
Nuria le mira, prefiere callarse, tener la fiesta en paz, le duele la cabeza.
-¡Venga, por lo menos levántate y pásame la sal! -le ordena agriamente-
Por cierto, cariño ¿Recuerdas que día es hoy?
-No sé martes creo, -responde Richard sin levantar la vista del crucigrama-
-¿Nada más, mi cielo?
Richard esta vez sí levanta los ojos del crucigrama …
-¿Tu cumpleaños? ¿Tu santo?
- Frío, frío. Te doy una pista. Tiene once letras.
- No sé, no caigo… ¡Ah,ya, nuestro aniversario! ¡Qué cabeza! Me había acordado esta mañana, 23 años ¿no? ¡Cómo pasa el tiempo! -contesta intentando salir airosamente-
- 25 años, las Bodas de Plata, -dice Nuri con una mezcla entre el lamento y mala leche-

Richard parte una tortilla requemada y de aspecto poco recomendable, mientras siente la mirada acerada de Nuri en su calva.
Al sentir en la boca el primer trozo del “suculento” manjar, lo saborean lentamente pero, aunque intentan disimular, son incapaces de tragarlo.
Miran al plato, se miran entre ellos y al unísono y coinciden:
¡Está dulce!
-Está incomible –indica Nuria-
-Está asquerosa– matiza Richard- ¡En 25 años no has sido capaz de aprender a hacer ni una tortilla por mucho que lo haya intentado mi madre!
-¡Y tú en 25 años no has sido capaz de distinguir el azucarero del salero!

La discusión continúa con reproches mutuos…
-Venga tontita, perdóname, si yo te quiero igual -intenta conciliar Richard- Anda, dame un besito…. ¿Qué te parece si mi Pitufín te hace una visitita para celebrar el aniversario y hacemos las paces?
Nuria le mira fijamente incrédula, y mientras se levanta le dice:
- Frase de 4 palabras para tu crucigrama: ¡VETE – A – LA - MIERDA!
Richard, confuso, mira hacia la puerta por donde ella ha salido.
Seguro que está con la menopausia –piensa- y sigue con su crucigrama.

miércoles, 13 de enero de 2010

La amenaza


Mar

-Qué felicidad, con casi setenta años me siento cada vez más deseable. No todas tienen un marido arqueólogo…..
-Pero Ágatha, ¿qué dices? me muero de risa contigo.
-Tonta, ¿no sabes que el amor está sustentado en cosas misteriosas? ¿y no sabes, además, que es el más poderoso afrodisíaco que existe?
-Me haces sonrojar….
-Venga, venga, no me digas que no sabes nada sobre estas cosas, tú que eres una mujer joven y atractiva…
-Algo sé, sí, pero sería absolutamente incapaz de expresarlas como tú haces.
-Ah, la experiencia. He comprobado que el viejo dicho es verdad: “Más sabe el diablo por viejo que por diablo”.
-¡Huy, pero eso suena como si el saber nos hiciera malvados!
-Bueno, en realidad… ¿qué es ser malvado? ¿No depende quizá del punto de vista? Pero es hora de que te tomes otra taza de té ¿es que no te ha gustado? ¿quizá tiene un sabor extraño?
-Sí… sí que me ha gustado, un poquito más, gracias Agatha. Ser malvados o no, ¿quieres decir que para el que sufre las consecuencias hay maldad, y para el que recibe los beneficios, bondad….?
-¿Ves cómo sí que sabes expresarte? Precisamente, y…. y hablando de amor, ¿sabes que no me gusta nada cómo miras a mi arqueólogo? Ah, ahora sí que te has sonrojado de verdad…
-No sé a qué te refieres, Agatha, yo no….
-Ya, tú no… Pero te ocupas de encontrarte con él por los pasillos, de quedaros a solas cuando todos terminamos de cenar, él me lo ha dicho.
-¿Cómo? Traidor….
-Desprecias el poder del verdadero amor, querida. Te comprendo, para ti la vida es simple, no sabes lo que se esconde detrás de los años. Ven aquí, no llores, seguiremos siendo amigas. Y recuerda, mi marido es más joven que yo, pero sabe enamorarse de lo que no se va con el maquillaje, de lo que no perece… ya sabes, de lo que no muere, ¿sabes a qué me refiero? Pero ahora palideces… Debe de ser el té. Sí, enseguida probablemente dejarás de respirar, poco a poco, te irás ahogando lo quieras o no ¡Y palideces más aún! Haces mal, así le gustarás todavía menos ¿Otra tacita de té?

viernes, 8 de enero de 2010

ANGELITO


CÉSAR

Angelito largó a la puerta tres patadas de frente. La última le dolió, así que se puso de espaldas y siguió pateando la puerta en plan acémila mientras amenazaba.
-¡Voy a liarme a patadas con todo! ¡Vais a ver!
La vieja puerta no cedía a sus coces. Tampoco se oía ninguna voz contestando a sus bravatas.
- ¡Quiero salir!, ¡Quiero mi pelota!.. Pero solo le contestó el silencio.
-¡Que voy a tener cuidao! … Y el silencio comenzó a humedecerle los ojos.
Fuera de sí dirigió su rabia hacia una vieja maleta arrinconada en una esquina del desván. Al segundo patadón la maleta le reveló su interior. Cinco muñecas alineadas en el olvido le miraban con ojos de infancia antigua.
Superada la sorpresa y el miedo inicial cogió por el pelo la que tenía más a mano y la estampó contra la pared.
-¡No quiero muñecas!
Enganchó la segunda por la melena de pelo rubio y comenzó a darle patadas al tiempo que gritaba.
-¡Quiero mi pelota!, ¡Quiero jugar con mi pelota!, ¡Ahora!, ¡Ahora!
Al cuarto intento de saque de puerta, el cuerpo aterrizo a tres metros en un revoltijo de sedas y encajes mientras la cabeza seguía colgando de su mano izquierda por el pelo.
Subió la cabeza decapitada a la altura de los ojos y rehuyendo su mirada tuerta la levantó un poco más para concentrar su atención en el hueco donde la cabeza se había unido al cuerpo.
Su enfado había desaparecido. Metió todo el pelo de la cabeza dentro de ella misma y lo sello con una cinta de embalar que había en una estantería.
A continuación se dirigió a la muñeca asesinada contra la pared. Le arrancó la cabeza e hizo lo mismo que con la anterior, insensible tanto a sus ojos azules como a sus mofletes sonrosados.
Los dos cuerpos decapitados los colocó sobre el suelo con las piernas hacía arriba y haciendo equilibrio sobre sus cuellos sin cabeza. Luego fue hasta la maleta. Sacó un muñeco vestido con camiseta y pantalones cortos y lo colocó de pie entre las dos decapitadas. Miró el conjunto y tras pensárselo un poco aumentó el espacio entre las dos descabezadas moviendo una de ellas. Volvió a la maleta y arrancó el vestido a las dos muñecas que quedaban hasta dejarlas con la camiseta y las bragas. Tras meditar unos segundos las situó delante del muñeco con pantalones cortos, una a dos metros y la otra un poco más adelante. Satisfecho cogió una de las cabezas preparadas y se fue al otro extremo del amplio desván. La echó al suelo y comenzó a correr hacia las muñecas pateando la cabeza mientras gritaba.
- Messi avanza hacia la portería . Regatea a uno… Dos defensas… Dispara a puerta …y Gol, Gol, ...Goooooooool de Messssssssssssi.

sábado, 2 de enero de 2010

El puñal de la Virgen


Carmen G. Valderas

EL PUÑAL DE LA VIRGEN

Teresa acarició el puñal de la Virgen que llevaba colgado al cuello mientras miraba a la gente arremolinarse en la plaza de la Catedral desde el otro lado de las rejas de la ventana. Tenía cincuenta y ocho años y sabía que tal vez se hubiera perdido algo en la vida; pero cuando muriera iría al Cielo y nada era comparable a pasar la eternidad junto a Dios.
–¡Tía! –la niña entró en la habitación envuelta en el roce del tul blanco de su vestido–. ¿Estoy guapa? –preguntó mirando su reflejo en el gran espejo que presidía el salón.
Teresa asintió.
La niña jugó con sus tirabuzones sin apartar los ojos de su imagen.
–Cuando sea mayor seré cantante y después me casaré con este vestido.
En ese momento comenzaron a sonar las campanas.
–¿Nos vamos ya? –preguntó mientras se giraba hacia su tía.
–Espera –respondió Teresa y caminó hacia ella–. Tengo un regalo para ti –se sacó el puñal que le colgaba sobre el pecho–. Mi madrina me lo regaló el día de mi comunión para que siempre tuviera presente el dolor de la Virgen. Ahora es para ti.
La niña acercó la cabeza.
–Él te ayudará a mantenerte pura –susurró mientras le colgaba la cadena al cuello.
Mientras la niña miraba el puñal y lo acariciaba como tantas veces le había visto hacer a ella, Teresa fue consciente de una sensación nueva que nacía en su pecho y se expandía rápidamente. Cuando se giró hacia el espejo, ya sabía que se iba a mirar como no lo había hecho en cincuenta años.