viernes, 26 de febrero de 2010

EL FRÍO DE LA MUERTE


Oía cómo un coche hacía saltar la grava de la carretera al acercarse a la casa, era un coche fúnebre y venía a buscarla. Ya no tenía fuerzas ni para abrir los ojos, sentía su cuerpo muy pesado y tenía un frío insoportable.
¡Ay! Ese frío, suspiró para sus adentros. Qué fría es la muerte. Siempre lo había oído, pero ahora lo estaba sintiendo mientras su vida se apagaba. El frío la hizo recordar la muerte de su abuelo, era un día lluvioso de otoño en el que don Ambrosio, el cura del pueblo y don Damián, el médico, no dejaban de estrechar manos y de decir: que en paz descanse. La casa de los abuelos era un ir y venir de gente hasta que a media tarde don Ambrosio se agarró la sotana con una mano y con la otra cogió el Misal y comenzó a rezar mientras descendía por el camino de barro hacia el cementerio seguido del ataúd que era llevado por el tío Manuel y tres vecinos más a los que seguía el resto del pueblo. A los niños no les dejaron ir, pero Adela se escapó y desde lo alto de la pared del cementerio vio como el ataúd era metido en un agujero y cubierto con tierra húmeda en forma de montón. ¡Qué frío va a pasar el abuelo! , dentro de esa caja y cubierto de tierra, pensó. Esa noche durmió muy intranquila y soñó que el abuelo volvía a casa gritando y pidiendo una manta a la abuela.
Ninguno de los presentes lo apreció pero los labios de Adela formaron una sonrisa mientras el frío de la muerte la hizo expirar.
Eva

miércoles, 17 de febrero de 2010

El encuentro.


Estaba sentado en un banco de piedra, en la avenida flanqueada de chopos, esperándola,
pensando en ella. Era otoño, las hojas amarillentas cubrían el césped mojado. Hacía mucho tiempo que no la veía, por lo menos dos años, y la echaba de menos. No había sido él quien la había abandonado, pero los dos sabían que ella se había visto obligada a hacerlo. Cualquiera con un mínimo de dignidad hubiera acabado haciéndolo.
Él lo había intentado, pero no había podido enamorarse. Mientras estuvieron juntos, siempre pensó que aquello no significaría gran cosa. Desde luego, físicamente no era su tipo en absoluto; realmente aquella mujer no podía ser el tipo de casi nadie. Sin embargo, le atraía. Tenían opiniones opuestas acerca de casi todo, y veían la vida de forma muy diferente. Pero quien sabe por qué, se encontraba a gusto a su lado, se reían juntos, y tenían cosas de que hablar. Y sobre todo, sentía que junto a ella podía ser él mismo. Y eso era, y es, algo que le ocurre con muy pocas mujeres. Y casi con ningún hombre.
Había dudado mucho antes de llamarla. La echaba de menos. Había buscado compañía en otras, tan inteligentes como ella, mucho más atractivas, menos anticuadas. Había intentado vivir en solitario una existencia provechosa. Pero seguía echándola de menos. O seguía sintiéndose solo sin ella. Por eso aquel día la llamó, después de haberse comido la tortilla de patatas que ella le había enseñado a preparar, y de haber terminado con la botella de vino que guardaba para las ocasiones.
Su voz sonó incrédula al otro lado del teléfono, indecisa, casi asustada. Al principio se resistió, no tenía sentido que se vieran a esas alturas, aunque bueno, si realmente necesitaba hablar con ella haría un esfuerzo y podrían encontrarse esa misma tarde. En el banco de siempre, en la avenida de siempre del parque de siempre. Al anochecer.
Se recuerda a sí mismo tiritando, preocupado por ella, temeroso. Era extraño que tardase
tanto, siempre había sido una mujer muy puntual. Pero no había nada por lo que preocuparse. Simplemente llegó tarde, más de veinte minutos tarde, y no consideró necesario dar ninguna explicación al respecto. Tampoco él preguntó. Y allí, sentada a su lado en el banco, bajo la luz de la farola, oculta casi su cara, su boca y parte de su nariz por la bufanda y el cuello del abrigo, escuchó lo que tenía que decirle. Seguía estando sola, sí, pero no volvería con él ni por todo el oro del mundo. Ya no le quería, y en sus ojos pudo comprobar que decía la verdad. Empezó a lloviznar y él propuso ir a tomar un café al lugar de siempre, pero ella no quiso. Tenía mucha prisa, dijo, y se marchó como había venido. Su única amiga, la que siempre estaba disponible, la que tantas veces le dijo que le quería de verdad. Sentada frente a él en la mesa de la cocina, mirándole a los ojos, tranquilamente, con toda la seguridad del mundo. En la que él tanto confiaba, con quien llevaba soñando casi dos años. Ya no le quería.
Recuerda aquella tarde y nunca podrá olvidarla. Se quedó sentado bajo la lluvia durante bastante tiempo. Por entonces ya debía de andar por los cincuenta y tantos, pero hasta ese momento ni se le había pasado por la cabeza que pudiera haber empezado a perder parte de su atractivo. Estaba muy mal acostumbrado. Quizá sea pura casualidad, pero lo cierto es que no ha vuelto a quedar con ninguna otra mujer. Aquel triste encuentro fue, de momento, su última cita. Aquella tarde supo que sus tiempos de gloria habían terminado. Vio con claridad que lo mejor de su vida había pasado, que estaba solo, que sus días se irían sucediendo uno igual a otro, que viviría intentando sin demasiado éxito ocuparlos en algo provechoso. Cosas como leer, ver películas, o escribir de vez en cuando tonterías como ésta.

Isabel Ordóñez.

lunes, 8 de febrero de 2010

EL VUELO DEL CÓNDOR


Quispe Rengifo caminaba mirando al suelo y con esfuerzo por aquella senda estrecha y empinada que sólo llevaba a su poblacho. Se detuvo para tomar resuello y se asomó al barranco que le acompañaba por la derecha durante todo su camino. ¡Pucha!, exclamó, al ver lo pequeño que se veía el río allá abajo, al tiempo que se volvió bruscamente contra la pared de la senda. Sin perder contacto con la pared rebuscó por el suelo una piedra pequeña, de las que de chiquito le habían enseñado a distinguir. Se la llevó a la boca junto con un puñado de hojas de coca que se sacó del bolsillo de su chompa. Llevaba dos días sin probar bocado y esto, ya lo sabía, engañaría a sus hambrientas tripas.
Después de llevar un rato de camino, sus tripas se acallaron y le llegaron otros lamentos y éstos no se calmarían con la coca. Sus dedos se revolvían en los bolsillos sin encontrar nada. Todito se lo había gastado en lo de siempre. Mientras mascaba lentamente, apretando fuerte contra la piedrita, el sabor amargo de la coca le bajaba por la garganta. Miró al sofocante sol del mediodía y vio los ojos de Ollanta, su mujer, y de Inti, su linda cholita, con aquella expresión de súplica, de infortunio y de resignación. Se pegó a la pared buscando guarecerse del sol. Eran lo único bueno que había tenido.
Masticó con fuerza, al punto de romperse la piedrita. Miró al cielo, se enjugó los ojos y se fijó largo rato en aquél cóndor que volaba negro, majestuoso, dejándose llevar por las corrientes de aire. El dolor de las rodillas, de tanto estar en la misma postura, le sacó de su ensimismamiento. Se irguió y abarcó cuanto pudo con su cuerpo, se llenó los pulmones de aire y se acercó a mirar por el barranco. Se sentía mejor, en calma, como el solitario paisaje que le rodeaba. Escupió lo que le quedaba en la boca, miró de nuevo hacia el cóndor, extendió sus brazos con energía y vio cómo el río se acercaba rápidamente hacia él mientras sentía las corrientes del aire.

Juanma

lunes, 1 de febrero de 2010

La vida


(microrrelato nube-maleta)

Esperaba en el andén. Miré al cielo y me quedé absorta observando una nube. Seguí su lento recorrido y su cambio de color: del blanco algodonoso, casi infantil, al gris, cada vez más gris, casi difunto. De pronto, la nube se esfumó.
Subí al tren y, ya en el compartimento, me di cuenta de que había olvidado subir la maleta. El tren arrancó, yo me asomé por la ventanilla: el cielo estaba despejado y el andén había desaparecido. Entonces me acurruqué en el asiento; estaba empapada y tiritaba de frío. Me consoló pensar que podría prescindir del equipaje al llegar a mi destino.
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Mamen