lunes, 15 de marzo de 2010

EMPATÍA


Cuando llegué al colegio, en 5º de primaria, el profesor me sentó junto a Pablito, el único lugar libre de toda la clase y desde ese momento se me pegó como una lapa. Pablito era enclenque y todo el colegio se metía con él. Los mayores le pegaban y le zarandeaban cada vez que se ponía a tiro y los pequeños le insultaban: “Cuatrojos”, “gallina”, “mariquita”… Su casa estaba un poco más lejos que la mía, pero en la misma dirección. Pablito me acompañaba cada día y con un “hasta mañana” se despedía sin haber hablado apenas por el camino.
Un día me invitó a su casa. “Te enseñaré mi colección de insectos”, dijo. Sus padres estaban trabajando y me llevó directamente a su habitación. Tenía todas las paredes decoradas con hojas de papel blanco llenas de manchas con un nombre escrito debajo en una caligrafía muy pulcra.
- Es la última parte del experimento- dijo señalándolas.
Abrió la puerta de su armario y sacó un tarro de cristal enorme, de conservas de melocotón, tenía uno pintado en la tapa metálica. Insectos de todos los tamaños y colores subían por las paredes pero muchos se amontonaban en el fondo llenando el frasco casi hasta la mitad.
Yo imaginé que dos gigantes cogían el frasco y yo estaba encerrado en él, trepando por encima de mis compañeros, tratando de no caer al fondo, de no ser aplastado. Una gran zarpa abría la tapa y me enganchaba sacándome a la claridad, al aire libre. Me colocaba sobre un inmaculado papel y luego descargaba sobre mí un enorme martillo. Los restos pulverizados de mi cuerpo caían en la sepultura de la papelera y bajo la mancha que mi cuerpo había dejado sobre el papel, las manos delicadas de Pablito escribían con cuidadosa caligrafía el nombre de mi especie en latín.
Esa noche no cené, no dormí. Tardé tres días en volver al colegio aquejado de una gripe, según el médico. Sólo yo sabía que durante esos tres días mi única obsesión había sido imaginar la mancha que mi cuerpo aplastado dejaría sobre una hoja de papel blanco en la que unos grandes y delicados dedos habrían escrito: “Homo Sapiens”.
Isabel Aire Aire

miércoles, 3 de marzo de 2010

TOMAR MEDIDAS



La arena caliente le hacía bien en los huesos. Después del largo baño, tumbado boca arriba, con los brazos bajo la nuca, tomaba medidas al acantilado. Vio el hueco para la mano derecha y aquel pequeño saliente que le serviría para hacer el paso del pie izquierdo. Se fió de él; pequeño pero contundente. Era una vía fácil: un quinto; tal vez un sexto. Además, sus nuevos pies de gato se agarraban a todo.

Por ese día la dosis de playa era suficiente, pensó. Levantó ambas piernas para impulsarse y sintió el puñal atravesando su rodilla de parte a parte. Apretó los dientes; los ojos ya estaban cerrados, fuerte, muy fuerte. Tres respiraciones, cuatro…diez. Deslizaba suavemente la mano por la cicatriz palpando el tornillo de acero en su interior. Sin abrir los ojos giró sobre si mismo dejando el acantilado a su espalda.


Rosa