viernes, 6 de agosto de 2010

El sollozo




El sol se ponía por detrás de los montes, y el pueblo se llenaba de luces amarillentas. No había bar en él, no había plaza mayor, ni casino, ni ningún lugar de reunión, sólo casas grises de ventanas pequeñas y tejados picudos separadas unas de otras por callejones empedrados. En la última casa del pueblo, la que limitaba con el bosque de alerces ásperos que tocaban los cristales, mi tía Sabina cosía junto a la chimenea, muerta de frío y ayudada de sus gruesas lentes en la penumbra. Recuerdo que yo estaba debajo de la escalera jugando con mis muñecas cuando sonó la aldaba del portón. Mi tía me miró por encima de sus gafas con unos ojos alarmados. Me dijo: “Quédate ahí”, y salió a abrir. A los pocos instantes entró otra vez en la sala. Su expresión extraña me desconcertó, parecía estar en otro mundo. Sonaron pasos detrás de ella en el pasillo sin luz, y desde su negrura surgió una silueta borrosa que poco a poco fui reconociendo: era mi padre. El pelo se había caído de su cabeza, y su barbilla parecía mucho más estrecha y larga que en la foto que estaba en el hall, pero era él. Alargó hacia mí una mano temblorosa y blanca que me hizo esquivarla instintivamente, después me dominé y conseguí quedarme quieta para que me acariciara el pelo, pero su tacto era tan leve que apenas lo sentí. Mi tía Sabina dijo:
-Juan, sabes que no puede ir contigo.
Mi padre, al escuchar esto, rompió en un sollozo que resonó tremendo por toda la casa, se cubrió la cara gris con las manos y se desvaneció en el aire. Todo quedó impregnado de su ausencia.