sábado, 18 de diciembre de 2010

ADELA

La sintió llamar al timbre y se acercó hasta la puerta, pero cuando llegó, ya había
abierto con su llave. La vio dejarse caer desmayadamente sobre una de las sillas de la cocina, mientras ella empezaba a preparar un café. Se fijó en las raíces grises de su cabello descuidado, teñido de un rubio cobrizo que resaltaba aún más la palidez de su cara.
- Tendrías que ir a la peluquería. Échate un rato si quieres y te pido vez por teléfono. Creo que ahora ya no cierran a mediodía.
Su madre la miró con cansancio.
- Le he encontrado muy mal, hija. No creo que pase de mañana, respondió con su voz lastimera.
- Tú siempre dices lo mismo. Llevas cuatro años diciendo lo mismo.
La mujer tenía los ojos hinchados por la falta de sueño, y su hija al mirarla pensó que en los últimos días parecía haber envejecido diez años.
- Me lo acaba de confirmar el médico. Le han hecho una transfusión esta mañana, continuó con paciencia.
Al oír aquella palabra, ella se volvió con una expresión de furia en el rostro.
- ¿Pero por qué demonios dejas que le hagan más transfusiones? Deberías negarte, al fin y al cabo es tu marido, y tú tienes que ser la que decida.
- No puedo negarme; se lo he insinuado y me ha dicho que su obligación es luchar por la vida de sus pacientes hasta el último minuto.
- Ya me gustaría a mí ver como luchaba por la vida de su padre si estuviera en las últimas. Seguro que lo atiborraba a morfina.
La madre intentaba entrar en calor rodeando con sus manos el tazón de café caliente.
- Alcánzame una aspirina, hija, haz el favor.
Cogió la caja de las aspirinas de la balda de los medicamentos y se sentó frente a su madre. Se quedaron un rato sin hablar, las dos con los ojos fijos en el fondo de las tazas humeantes. Al fin, un poco más calmada, ella preguntó en tono conciliador:
- ¿Y te conoce todavía? Quiero decir, ¿aún está consciente?
- Cuando se le pasa el efecto de los sedantes sí que me reconoce. La madre sorbió con dificultad un par de tragos de café, y después se atrevió a rogar a su hija:
- Mira que todavía estás a tiempo. Piénsalo bien, mujer, que después te vas a arrepentir.
La hija se levantó dando un respingo, y se dispuso a fregar la taza del desayuno en el fregadero, de espaldas a su madre.
- ¿Pero tanto te cuesta ir media hora?, insistió la mujer. El autobús te deja en la misma puerta.
- No tengo nada que hacer allí, no sé cuantas veces te lo tengo que decir, respondió, con la voz apagada por el sonido del agua que golpeaba con fuerza sobre la pila.
- Ni siquiera tienes que hablar con él. Sólo sentarte a su lado cinco minutos y cogerle la mano. Yo te acompaño si quieres, podemos ir ahora mismo.
- Ahora mismo imposible, tengo que repasar el examen de mañana. En todo caso cuando vuelva.
- ¿Pero no te das cuenta de que cuando vuelvas seguramente ya no va a hacer falta?
Ella dudó, al notar el temblor en la voz de su madre.
- Te vas a arrepentir toda la vida.
- Qué exagerada eres, no sé ni para que te escucho. El mes pasado también dijiste que se moría, lo llevas diciendo desde el día de su cumpleaños.
- Pero esta vez es verdad, hija mía, gimió la madre con los ojos arrasados en lágrimas. Esta mañana me ha llamado por mi nombre. Adela, dame un poco de agua, me ha dicho. ¡Adela!, y me lo ha pedido por favor.
La hija dejó el grifo corriendo, se volvió hacia su madre y la abrazó con desesperación. Ella intentó consolarla en silencio mientras la sentía sollozar ruidosamente contra su pecho.

Isabel O.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Un rostro en la ventana

Cuando la puerta se cerró tras de mí, sentí el golpe de aire fresco en la cara. La entrevista había durado una escasa media hora, el tiempo suficiente para sentir la falta de aire y las ganas de salir de aquella casa. Abrí mi paraguas, y respirando profundo llegué a la puerta de mi coche. Al volverme a cerrar el paraguas vi un rostro en la ventana.
Sin duda era él. No aparentaba los diez años que la madre me había dicho que tenía. La pálida piel y el pelo negro y ralo podrían haber sido los de cualquier niño enfermo, pero aquella mirada tenía más de un millón de años.
Él no se apartó de la ventana. Yo me apresuré a entrar en el coche y a alejarme de aquel lugar. Por la ventanilla abierta entraban la lluvia y el aire, un aire que no pasaba de mi garganta estrangulada por una mirada que tenía más de un millón de años y que decía: supe nada más verte que tú tampoco te quedarías.

Rosa Ayesa

viernes, 3 de diciembre de 2010

Alguien dice tu nombre

- ¿Oyes?, por qué letra van...
- Por la efe creo
- El ruido no me deja oír
- Pronto no oirás nada... ni el último disparo...
- ...ni las campanas de boda...
- Encontrará a otro.
- Ojalá me olvide, merece ser feliz.
- ... he creído oír López Arriarán.
- No oigo nada, ¡¡maldito ruido!!
- Buen tipo ese... ¿Me oyes?, esperaremos a la erre.
- ... ¿ni el último disparo?
- Seguro. Ni el último...
- ... dónde las conseguiste
- Me las pasaron cuando nos traían al campo, en el camión.
- ... tengo frío...
- ... pronto no sentirás nada...
- ... quiero dejar de “oír” fusiles.
- Céntrate en seguir la lista; la erre no lo olvides... Ahora es ¿a? lo único a lo que podemos aspirar. Se trata de dignidad.
- Pero...
- En nuestra situación no hay pero que valga.
- ... masticar la cápsula y tragar, ¿no?
- Sí, de una vez.
- ¡¡Maldito ruido!!
- Bendito veneno.

¡Ramírez Martín, José!

- ¡Ahora o nunca camarada, que se jodan estos nazis de mierda!
- ... ¿crees de verdad que será feliz?
- Lo creo.
- Encantado de haberte conocido Zamora.
- Buen viaje Zalacaín.
- ..............................

Al cabo, alguien con acento alemán gritó un nombre:
- ¡Zalacaín Mora, Antonio!
... y a continuación, otro:
- ¡Zamora García, Pedro!
- ...................................
... y los volvieron a nombrar.

Mamen