lunes, 28 de marzo de 2011

Sobre un cristal empañado


Una vez soñó con M.R. Una sola vez que pueda recordar y hace ya hace mucho tiempo. Cuando despertó, le vinieron a la memoria sus ojos pequeños de párpados abultados, su nariz aguileña, la piel aceitunada de su cara, el cuerpo enjuto de hombros estrechos y ligeramente inclinados hacia delante. Quizá hubiera soñado con él muchas otras veces, cuando ella todavía era joven, y se veían un par de veces por semana, ni más ni menos que cuando él quería que se vieran. Puede que incluso la primera noche en que caminaron juntos hasta aquella buhardilla de la parte vieja de la ciudad, un cuchitril que a ella le repugnó un poco pero que guardó durante mucho tiempo en su memoria como el mejor lugar de los posibles. Con aquel gato hambriento que se les echó encima antes de que ni siquiera hubieran tenido tiempo de encender la luz, y la botella de champán que alguien había dejado en el frigorífico con una nota de bienvenida. Alguien que sabía que él llevaría allí aquella noche a una chica como ella. Aunque no, desde luego, precisamente a ella.
Cuando soñó con M.R. de una manera tan nítida y consiguió recordar su sueño, ya había pasado mucho tiempo desde aquella primera vez. Sin embargo, el sueño fue tan vívido que volvió a sentir en su cuerpo los tres grados bajo cero. Y al despertar tiritando se recordó temblorosa por el frío y por el miedo, y casi pudo aspirar el olor a verdura, a gato, a viejo y a cerrado del portal de suelo de tarima, el espacio de tiempo interminable que transcurrió desde que llegaron al rellano hasta que él logró por fin encontrar la llave del cuchitril en el bolsillo de su chaqueta de cuero. Recordó también que ella apenas habló, y él menos todavía, pero sí sacó la botella de champán de la nevera y una caja sin abrir de polvorones caducados. Y que dejó el paquete de tabaco y la pistola encima de la mesa, y ella decidió no preguntar y fingir no haberla visto. Y cómo la condujo de la mano al ventanuco del cuchitril, y le señaló la luna con el dedo. Y cómo, después, dibujó inocentemente una cara redonda en el cristal empañado de la ventana y le puso sus ojos y su boca. O quizá los ojos y la boca de aquel gato. Y que mucho antes de terminar la botella de champán ya estaban dentro de aquella cama que olía todavía a otros cuerpos que seguramente la habían ocupado muy pocas horas antes que ellos. Y allí el gato furioso se entrometió entre sus cabezas y les arañó los hombros y el cuello. Recordó que él reía, y que ella rió al verle reír. También creyó recordar que no durmió nada aquella noche ni a la mañana siguiente, aunque en realidad no es del todo cierto. Algo sí llegó a dormir, incluso pudo soñar, aunque en aquella ocasión no pudo recordar su sueño. Y recordó haber pensado que él sí durmió satisfecho, y que al despertar creyó verlo contento, descansado, incluso algo más gordo que cuando se acostó. Lo cierto es que nunca fue así, aquella noche en realidad él durmió tan poco como ella. Sea como fuere, al final sólo una idea permaneció en su pensamiento aquella noche, y esa impresión fue la que se impuso en su corazón y en su memoria hasta que volvió a repetirse en el sueño que tuvo muchos años después. Aquella mañana, la mañana siguiente, él no se quedó con ella en la buhardilla. Y eso fue lo que se quedó grabado en su cabeza. No quiso entonces, ni después, ni quiere ahora, buscar ninguna explicación que lo justifique. M. R. se vistió, cogió su cazadora y su pistola y se marchó de allí sin despedirse. Y aquello le dolió tanto que no quiso volver a saber nada más de él. Pero siguió recordándolo. Al principio todas las horas de todos los días de los dos primeros años, luego cada vez con menos frecuencia. Aunque en todos los demás que inevitablemente fueron llegando, siguió viéndolo a él. Sus ojos tristes, las pestañas curvadas, su nariz de rapaz, las manos largas de uñas amoratadas.
En su sueño, en el único sueño en que aparece M. R. que ella puede recordar, no vio los ojos ni la tristeza de su cara. Sólo se vio a sí misma, casi una niña, con una copa de champán en la mano. Frente a ella, una cara con dos ojos y una boca torpemente dibujados sobre un cristal empañado. A su lado, una sombra, una presencia incierta que sintió que era la suya.


Isabel O.