jueves, 3 de junio de 2010

La maleta


El recorrido diario desde la casa hasta su minúsculo kiosco de chucherías era muy corto. Cincuenta pasos de cemento gris. Tres portales oscuros y dos tiendas: la mercería de toda la vida y una de ultramarinos que pusieron hace unos diez años. José tiene casi cincuenta y se sabe de memoria los escaparates: las bragas de colores, las manzanas rojas y amarillas... Camina ligeramente inclinado, con su bocadillo envuelto en papel blanco. Los que le conocen, le saludan. Los que no, ni le miran. Es un hombre diminuto, hecho a medida entre sus caramelos y regalices. Desde su esquina otea las dos calles: la suya y otra algo más ancha que la cruza.

Hace varias semanas que comenzaron las obras en el local vacío de la esquina: alguien ha tenido la ocurrencia de abrir en el barrio una agencia de viajes. Los ojillos de José han seguido todo el proceso y se fijan en una pequeña maleta de cuero marrón que alguien ha colocado en el centro del escaparate junto a un gran cartel. Parece que le van a regalar una a los diez primeros clientes.
Cualquier viaje basta. José no quiere ir a ningún lado -donde va a ir él a estas alturas- pero le encantaría tener esa maletita. Podría llevar su almuerzo, e incluso una botellita de vino, desde la casa a su kiosko, cada día.

Cuenta el número de personas que van entrando en la agencia. Imagina quién ha reservado un viaje. Observa el gesto del empleado al atenderles. Al acabar el día, no aguanta más. Cierra con su llavín la puertita verde de madera y abre vacilante la puerta de cristal: allí está el joven interrogándole con la mirada. José queda de pié sin saber que decir.

- Siéntese, por favor, ¿qué desea? – una ligera sonrisa, burlona quizá, asoma en los labios finos.

Aún de pie, el hombrecillo murmura:

- Quiero un viaje a un sitio cercano.

Y sale, José, con su maleta y un billete a Toledo para este fin de semana. ¿Por qué no?. Al fin y al cabo, él nació en un pueblo de La Mancha. En vez del bocadillo, el hombre llena la maleta con dos mudas, un pijama y poco más. Contempla su maletita marrón, con hebillas brillantes y unos agujeritos plateados ribeteando los bordes, y la coloca sobre la silla donde permanece los siguientes días.

El sábado, los cincuenta pasos se dirigen en dirección contraria de la habitual. A José le late el corazón muy deprisa: el tren sale dentro de una hora. Su mano escuálida agarra con fuerza la maleta. Es tan liviana que casi parece que no la lleva. Pero la mira de reojo, sí, allí está, y camina erguido. Nota que todos le miran, envidiosos seguramente. Sentado en su asiento reservado, mira a través de la ventanilla y ve pasar, aferrado a su maleta sobre las rodillas, edificios grises, casas blancas, encinas oscuras, colinas onduladas, pinos, campos de labranza, e incluso, ahí abajo, un riachuelo que se quiebra hacia el horizonte, hacia un gran lago plateado que se confunde con el cielo.

Marián

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