miércoles, 17 de febrero de 2010

El encuentro.


Estaba sentado en un banco de piedra, en la avenida flanqueada de chopos, esperándola,
pensando en ella. Era otoño, las hojas amarillentas cubrían el césped mojado. Hacía mucho tiempo que no la veía, por lo menos dos años, y la echaba de menos. No había sido él quien la había abandonado, pero los dos sabían que ella se había visto obligada a hacerlo. Cualquiera con un mínimo de dignidad hubiera acabado haciéndolo.
Él lo había intentado, pero no había podido enamorarse. Mientras estuvieron juntos, siempre pensó que aquello no significaría gran cosa. Desde luego, físicamente no era su tipo en absoluto; realmente aquella mujer no podía ser el tipo de casi nadie. Sin embargo, le atraía. Tenían opiniones opuestas acerca de casi todo, y veían la vida de forma muy diferente. Pero quien sabe por qué, se encontraba a gusto a su lado, se reían juntos, y tenían cosas de que hablar. Y sobre todo, sentía que junto a ella podía ser él mismo. Y eso era, y es, algo que le ocurre con muy pocas mujeres. Y casi con ningún hombre.
Había dudado mucho antes de llamarla. La echaba de menos. Había buscado compañía en otras, tan inteligentes como ella, mucho más atractivas, menos anticuadas. Había intentado vivir en solitario una existencia provechosa. Pero seguía echándola de menos. O seguía sintiéndose solo sin ella. Por eso aquel día la llamó, después de haberse comido la tortilla de patatas que ella le había enseñado a preparar, y de haber terminado con la botella de vino que guardaba para las ocasiones.
Su voz sonó incrédula al otro lado del teléfono, indecisa, casi asustada. Al principio se resistió, no tenía sentido que se vieran a esas alturas, aunque bueno, si realmente necesitaba hablar con ella haría un esfuerzo y podrían encontrarse esa misma tarde. En el banco de siempre, en la avenida de siempre del parque de siempre. Al anochecer.
Se recuerda a sí mismo tiritando, preocupado por ella, temeroso. Era extraño que tardase
tanto, siempre había sido una mujer muy puntual. Pero no había nada por lo que preocuparse. Simplemente llegó tarde, más de veinte minutos tarde, y no consideró necesario dar ninguna explicación al respecto. Tampoco él preguntó. Y allí, sentada a su lado en el banco, bajo la luz de la farola, oculta casi su cara, su boca y parte de su nariz por la bufanda y el cuello del abrigo, escuchó lo que tenía que decirle. Seguía estando sola, sí, pero no volvería con él ni por todo el oro del mundo. Ya no le quería, y en sus ojos pudo comprobar que decía la verdad. Empezó a lloviznar y él propuso ir a tomar un café al lugar de siempre, pero ella no quiso. Tenía mucha prisa, dijo, y se marchó como había venido. Su única amiga, la que siempre estaba disponible, la que tantas veces le dijo que le quería de verdad. Sentada frente a él en la mesa de la cocina, mirándole a los ojos, tranquilamente, con toda la seguridad del mundo. En la que él tanto confiaba, con quien llevaba soñando casi dos años. Ya no le quería.
Recuerda aquella tarde y nunca podrá olvidarla. Se quedó sentado bajo la lluvia durante bastante tiempo. Por entonces ya debía de andar por los cincuenta y tantos, pero hasta ese momento ni se le había pasado por la cabeza que pudiera haber empezado a perder parte de su atractivo. Estaba muy mal acostumbrado. Quizá sea pura casualidad, pero lo cierto es que no ha vuelto a quedar con ninguna otra mujer. Aquel triste encuentro fue, de momento, su última cita. Aquella tarde supo que sus tiempos de gloria habían terminado. Vio con claridad que lo mejor de su vida había pasado, que estaba solo, que sus días se irían sucediendo uno igual a otro, que viviría intentando sin demasiado éxito ocuparlos en algo provechoso. Cosas como leer, ver películas, o escribir de vez en cuando tonterías como ésta.

Isabel Ordóñez.

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