lunes, 8 de febrero de 2010

EL VUELO DEL CÓNDOR


Quispe Rengifo caminaba mirando al suelo y con esfuerzo por aquella senda estrecha y empinada que sólo llevaba a su poblacho. Se detuvo para tomar resuello y se asomó al barranco que le acompañaba por la derecha durante todo su camino. ¡Pucha!, exclamó, al ver lo pequeño que se veía el río allá abajo, al tiempo que se volvió bruscamente contra la pared de la senda. Sin perder contacto con la pared rebuscó por el suelo una piedra pequeña, de las que de chiquito le habían enseñado a distinguir. Se la llevó a la boca junto con un puñado de hojas de coca que se sacó del bolsillo de su chompa. Llevaba dos días sin probar bocado y esto, ya lo sabía, engañaría a sus hambrientas tripas.
Después de llevar un rato de camino, sus tripas se acallaron y le llegaron otros lamentos y éstos no se calmarían con la coca. Sus dedos se revolvían en los bolsillos sin encontrar nada. Todito se lo había gastado en lo de siempre. Mientras mascaba lentamente, apretando fuerte contra la piedrita, el sabor amargo de la coca le bajaba por la garganta. Miró al sofocante sol del mediodía y vio los ojos de Ollanta, su mujer, y de Inti, su linda cholita, con aquella expresión de súplica, de infortunio y de resignación. Se pegó a la pared buscando guarecerse del sol. Eran lo único bueno que había tenido.
Masticó con fuerza, al punto de romperse la piedrita. Miró al cielo, se enjugó los ojos y se fijó largo rato en aquél cóndor que volaba negro, majestuoso, dejándose llevar por las corrientes de aire. El dolor de las rodillas, de tanto estar en la misma postura, le sacó de su ensimismamiento. Se irguió y abarcó cuanto pudo con su cuerpo, se llenó los pulmones de aire y se acercó a mirar por el barranco. Se sentía mejor, en calma, como el solitario paisaje que le rodeaba. Escupió lo que le quedaba en la boca, miró de nuevo hacia el cóndor, extendió sus brazos con energía y vio cómo el río se acercaba rápidamente hacia él mientras sentía las corrientes del aire.

Juanma

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