sábado, 30 de abril de 2011

Trasplantada


Llegó un 2, se abrieron las puertas, y el conductor le confirmó que paraba en la Magdalena. Subió, y con manos temblorosas sacó el dinero del bolsillo y pagó el billete. Desde la ventanilla miró la cuesta de la Residencia que acababa de bajar corriendo. El corazón le latía con fuerza. Sonó un móvil, pero no encontró el suyo. A la altura de Puerto Chico vio llegar el Ferry. Algunos pasajeros en la borda agitaban las manos saludando a los Raqueros.
Corriendo atravesó la puerta del recinto, y el césped de la Campa hasta ver la playa. Ella estaba al final, sobre una roca, leyendo.
-¡¿Has venido?!
-Has escrito.
-Acaba de pasar el Ferry.
-¿Sí? ¿Había gente en cubierta?
-Sí. Seguro que estaban pelados de frío. Como nosotros.
-¿Y tú? ¿Tienes frío? Estás más delgada.
-Estoy bien, señor doctor.
-¿Qué era eso que querías decirme?
-Que mi corazón está empeñado en pasar lo que le queda de vida contigo.
-Y yo con él.
Al día siguiente encontró el móvil en el bolsillo de la bata. En la pantalla volvió a leer: Te espero hasta las 5 en Bikinis. Mi nuevo corazón tiene algo importante que decirte.

Rosa Ayesa

lunes, 28 de marzo de 2011

Sobre un cristal empañado


Una vez soñó con M.R. Una sola vez que pueda recordar y hace ya hace mucho tiempo. Cuando despertó, le vinieron a la memoria sus ojos pequeños de párpados abultados, su nariz aguileña, la piel aceitunada de su cara, el cuerpo enjuto de hombros estrechos y ligeramente inclinados hacia delante. Quizá hubiera soñado con él muchas otras veces, cuando ella todavía era joven, y se veían un par de veces por semana, ni más ni menos que cuando él quería que se vieran. Puede que incluso la primera noche en que caminaron juntos hasta aquella buhardilla de la parte vieja de la ciudad, un cuchitril que a ella le repugnó un poco pero que guardó durante mucho tiempo en su memoria como el mejor lugar de los posibles. Con aquel gato hambriento que se les echó encima antes de que ni siquiera hubieran tenido tiempo de encender la luz, y la botella de champán que alguien había dejado en el frigorífico con una nota de bienvenida. Alguien que sabía que él llevaría allí aquella noche a una chica como ella. Aunque no, desde luego, precisamente a ella.
Cuando soñó con M.R. de una manera tan nítida y consiguió recordar su sueño, ya había pasado mucho tiempo desde aquella primera vez. Sin embargo, el sueño fue tan vívido que volvió a sentir en su cuerpo los tres grados bajo cero. Y al despertar tiritando se recordó temblorosa por el frío y por el miedo, y casi pudo aspirar el olor a verdura, a gato, a viejo y a cerrado del portal de suelo de tarima, el espacio de tiempo interminable que transcurrió desde que llegaron al rellano hasta que él logró por fin encontrar la llave del cuchitril en el bolsillo de su chaqueta de cuero. Recordó también que ella apenas habló, y él menos todavía, pero sí sacó la botella de champán de la nevera y una caja sin abrir de polvorones caducados. Y que dejó el paquete de tabaco y la pistola encima de la mesa, y ella decidió no preguntar y fingir no haberla visto. Y cómo la condujo de la mano al ventanuco del cuchitril, y le señaló la luna con el dedo. Y cómo, después, dibujó inocentemente una cara redonda en el cristal empañado de la ventana y le puso sus ojos y su boca. O quizá los ojos y la boca de aquel gato. Y que mucho antes de terminar la botella de champán ya estaban dentro de aquella cama que olía todavía a otros cuerpos que seguramente la habían ocupado muy pocas horas antes que ellos. Y allí el gato furioso se entrometió entre sus cabezas y les arañó los hombros y el cuello. Recordó que él reía, y que ella rió al verle reír. También creyó recordar que no durmió nada aquella noche ni a la mañana siguiente, aunque en realidad no es del todo cierto. Algo sí llegó a dormir, incluso pudo soñar, aunque en aquella ocasión no pudo recordar su sueño. Y recordó haber pensado que él sí durmió satisfecho, y que al despertar creyó verlo contento, descansado, incluso algo más gordo que cuando se acostó. Lo cierto es que nunca fue así, aquella noche en realidad él durmió tan poco como ella. Sea como fuere, al final sólo una idea permaneció en su pensamiento aquella noche, y esa impresión fue la que se impuso en su corazón y en su memoria hasta que volvió a repetirse en el sueño que tuvo muchos años después. Aquella mañana, la mañana siguiente, él no se quedó con ella en la buhardilla. Y eso fue lo que se quedó grabado en su cabeza. No quiso entonces, ni después, ni quiere ahora, buscar ninguna explicación que lo justifique. M. R. se vistió, cogió su cazadora y su pistola y se marchó de allí sin despedirse. Y aquello le dolió tanto que no quiso volver a saber nada más de él. Pero siguió recordándolo. Al principio todas las horas de todos los días de los dos primeros años, luego cada vez con menos frecuencia. Aunque en todos los demás que inevitablemente fueron llegando, siguió viéndolo a él. Sus ojos tristes, las pestañas curvadas, su nariz de rapaz, las manos largas de uñas amoratadas.
En su sueño, en el único sueño en que aparece M. R. que ella puede recordar, no vio los ojos ni la tristeza de su cara. Sólo se vio a sí misma, casi una niña, con una copa de champán en la mano. Frente a ella, una cara con dos ojos y una boca torpemente dibujados sobre un cristal empañado. A su lado, una sombra, una presencia incierta que sintió que era la suya.


Isabel O.

sábado, 12 de febrero de 2011

Al otro lado de la esquina



Los siete uniformes que quedaban del pelotón se aplastaron a lo largo de la pared. Al octavo, tras recorrer dos pasos fuera de la protección de la casa, le había destrozado la cabeza un balazo. Había quedado boca arriba. Tenía los ojos abiertos y parecía mirar con sorpresa al agujero que tenía en mitad de la frente. En la caída, una carta doblada se le había salido del bolso izquierdo de la camisa.
El sargento con la espalda contra el muro intentaba adivinar lo que pudiera haber al otro lado. Se quitó el casco, lo colocó sobre el cañón del fusil y lo fue sacando poco a poco por la esquina. Un solo tiro atravesó el casco limpiamente. Hizo un gesto con la mano y un uniforme se despegó del muro para arrojarse después de una corta carrera tras un montón de cascotes en medio de la calle. No se oyó nada. –Como había supuesto un francotirador…Y ahora estaba cambiando de posición-
El uniforme fue trepando hasta posicionarse en lo alto de los cascotes. Una vez allí levantó el dedo pulgar. El sargento no lo pensó dos veces. Señaló el siguiente uniforme pegado a la pared y este salió volando hacia un segundo montón de escombros. Estaba a punto de ponerse a cubierto cuando un balazo le atravesó el pecho parándole en seco. Cayo de costado mientras gritaba –¡Ay madre!- Luego se sacó una cruz que llevaba al cuello y comenzó a besarla con desesperación mientras se iba ahogando en su propia sangre.
Ráfagas de balas trazadoras comenzaron a salir desde el primer montón de cascotes. El sargento grito –Fuego a discreción- y seis ráfagas confluyeron en el balcón del cuarto piso marcado por las balas trazadoras. Un cuerpo cayó sobre un colchón de cristales rotos en la acera y el sargento suspiró visiblemente aliviado.
A la orden de –Desplegaos- tres uniformes se fueron por una acera y el sargento y los otros dos por la otra. Las miradas iban arriba y abajo, controlando los tejados, cada portal, cada ventana. El Sargento avanzaba aferrado al fusil mientras sentía el corazón golpeándole las sienes y un sudor frío en la espalda. Consiguieron llegar al final de la calle y se aplastaron contra la pared próxima a la esquina. El sargento hizo un gesto y un uniforme salió a la carrera, a campo abierto, buscando la protección de un portal.

César Subero

viernes, 21 de enero de 2011

Bala perdida



Todo el mundo sabía que era una mujer bala, solo había que mirarle la cabeza como embutida en un casquete metálico. La llevamos a la oficina de objetos perdidos después de encontrarla impactada entre las calabazas del huerto. Pasaron meses hasta que apareció un tipo con olor a pólvora preguntando por su mujer a la que había extraviado por un error de cálculo. Ante su presencia siguió emboscada en su casquete estupefacta como una bala perdida. No es ella, dijo, exhalando un suspiro de alivio. Pero antes de que traspasase el umbral, una voz metálica exclamó: “Luis, mientes peor que disparas”. Y se la tuvo que llevar.

Mamen

domingo, 9 de enero de 2011

Bálsamo


Bello es el rostro amado

Naturaleza,
rima con belleza

Las ideas que se expresan también son bellas.


Bálsamo de todas las heridas:
la sonrisa amada,
el tronco curvado contra el mar y el cielo,

la palabra.


Marián