miércoles, 9 de diciembre de 2009

Aquel día a finales de Junio


Juanma Ruiz Briceño

Estaba cambiando de emisora, parado en el semáforo y lo vi. Había cambiado mucho, tanto como todo el tiempo que había pasado, tal vez más de treinta años. Un concierto de bocinazos me devolvió al presente. Aparqué en el primer lugar que pude. Busqué un lugar tranquilo para celebrar con una Guinnes el recuerdo de D. Senén.
Después de la segunda Guinnes ya era capaz de ver los maizales altos, la sensación del cuerpo sudoroso, como ahora, en aquel día a finales de Junio. Aquel nuevo maestro nos sacó al prado de al lado de la escuela. Con D. Abdón, que estaba enfermo, nunca había ocurrido, ni eso ni nada agradable para mí. Sólo nos pidió que dibujásemos lo que quisiéramos. Recuerdo que no me lo tomé en serio hasta que vi a todos mis compañeros con la cabeza sobre el cuaderno. Era lo que hacía en casi todas las clases y siempre me castigaban por ello. Yo terminé pronto en dibujar a María, que era lo que más ensayado tenía.
Don Senén revisó uno por uno los dibujos, casi siempre con el ceño fruncido y pasándose los dedos por su bigote. Cuando sacó el mío, al tiempo que se levantaba y nos miraba, yo sentí la punzada de siempre en la tripa, ahora ya es un recuerdo. Lo siguiente que recuerdo son sus zapatos delante de mí. Y las risas y burlas de mis compañeros… ¡cabrones!, ¡pueblo de mierda!
- ¡A callar!, bramó D. Senén… ¡come terrones ignorantes!, menos mal que me fui pronto.
- ¿Es tuyo?, me preguntó en un tono amable.
- Sí, si señor, le respondí apenas, rojo como un tomate y temiéndome lo peor.
- ¿Cómo te llamas chaval?
- Oscar Sanz, señor…he hecho lo que usted mandó, acerté a decir.
- ¡Eres todo un artista, Oscar!; tómatelo en serio, eres muy bueno.
Nadie se rió, y por primera vez les miré de frente sintiendo la mano de D. Senén sobre mi hombro.

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