lunes, 14 de diciembre de 2009

Soledad


Por Isabel Ordoñez

Soledad salió del portal y el viento la despeinó. El corazón le latía con fuerza; habían dado las seis en el reloj de la plaza, y llevaba todo el día esperando ese momento. Dejó la maleta en la acera, se arregló el peinado como pudo, y llamó al primer taxi que pasó.
En menos de cinco minutos llegaba al lugar de la cita, una cafetería de carretera a las afueras de la ciudad. Se dirigió a la barra, desierta a esa hora de la tarde, y se sentó en el taburete más alejado de la puerta.
A Soledad no le gustaba mirar a su alrededor. Afortunadamente, tenía el televisor encendido frente a ella.
El camarero se acercó y le preguntó que deseaba.
- ¿ Podría ser un gin-tónic, por favor? , pidió Soledad.
- No faltaba más, se lo traigo ahora mismo. Pero Soledad creyó ver un gesto de reprobación en su cara. - Corto de ginebra, a ser posible - , intentó disculparse. El hombre ni siquiera se volvió.
Al fondo, desde una nube de humo, se escuchaba el griterío de los niños correteando entre las mesas, y el murmullo de sus padres apurando los platos combinados. Sobre la puerta del restaurante, el reloj marcaba las seis y cuarto. Desde luego, no podía decirse que Arturo fuera precisamente puntual.
Llegó el camarero con el gin-tónic y un plato de patatas fritas. Después de beber un par de tragos, se sintió mucho mejor. Una gota de gin-tónic mojó inoportunamente su chaqueta. Qué fatalidad, pensó, buscando con la vista una servilleta. Se secó la mancha con cuidado y se colocó esmeradamente el collar sobre la blusa. Alcanzó un par de patatas del plato que tenía frente a ella, pero se arrepintió al instante. La primera imagen es definitiva, se dijo, irguiendo el cuerpo sobre el asiento y colocando las manos cruzadas sobre la falda.
Volvió a mirar hacia el reloj. Las seis y media de la tarde. Quizás Arturo se hubiera arrepentido en el último momento. Si es que en realidad se llamaba Arturo, lo que parecía poco probable. Como improbable era que fuese alto, de complexión delgada, de facciones agradables y clásico en el vestir. Ella tampoco había sido demasiado sincera respecto a su edad, a decir verdad nunca lo era, y se había definido como esbelta y rubia. Cosa no del todo incierta, reflexionó Soledad; unos buenos tacones y una sesión de peluquería pueden hacer milagros. Pero en un hombre es distinto, concluyó, descartando de nuevo dar cuenta definitiva de las patatas abandonadas sobre la barra.
Miró otra vez el reloj; eran ya las siete menos cuarto. Decididamente, Arturo no era una persona formal. No se merecía a alguien como ella. A Soledad le decía su madre que donde mejor duerme uno es en su cama; le hizo bien recordarlo. Todavía era buena hora para regresar a casa y cenar tranquilamente. Y al día siguiente no tendría que madrugar.
Poco a poco, el corazón dejó de latirle con fuerza. Dejó de avergonzarle mirar directamente hacia la puerta. Empezaban a entrar algunos hombres, la mayoría acompañados, muy pocos altos y delgados, ninguno con una maleta en la mano.
Arturo ya no vendría. Tendría que olvidar a Arturo. Todavía pensó que algo pudiera haberle ocurrido; y consideró, quizás, darle una última oportunidad. Necesitaba urgentemente otro gin-tónic, pero recordó la expresión de censura en los ojos del camarero.
- Póngame un café con leche, haga el favor - El camarero se acercó - Y me trae la cuenta de paso.
Esta vez la miró solícito. Incluso se ofreció, gentil, a ayudarla: ¿Quiere que le vaya llamando al taxi?
- Se lo agradecería en el alma, contestó Soledad, preparando cabizbaja el dinero de la cuenta.
A eso de las ocho, Soledad entraba en su casa. Guardó la ropa, el cepillo de dientes y el neceser, subió la maleta al altillo y se puso el pijama y la bata. Después, se preparó un bocadillo y un gin-tónic largo de ginebra, y se sentó frente al televisor con las piernas en alto.

Título Soledad.
Corresponde al supuesto Soledad-maleta.
Isabel Ordóñez

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